Cuando más se evidencian los efectos negativos del alcohol y las drogas, resulta paradójico que el Estado y la sociedad, aunque lo nieguen, desarrollen una cultura ambigua y contradictoria respecto de la temática. En la discusión del día a día sólo se trabajan las opciones de represión o permisividad, sin un análisis profundo de las situaciones y de las verdaderas soluciones, que de ninguna manera pueden simplificarse en posturas absolutas a favor de una u otra opción como caminos únicos.
En primer lugar, hay que saber separar la drogadicción y el alcoholismo como enfermedades que generan enfermos dependientes a los que hay que asistir de aquellos que, en actitudes criminales, se esconden detrás de dichas adicciones para propiciarlas, aprovecharse y lucrar con ellas.
En lo que hace a la enfermedad personal, espiritual y social que implica la dependencia del alcohol y la droga, es imprescindible llevar adelante políticas educativas que desarrollen responsabilidad ante el tema. Debemos preocuparnos por dar razones para vivir que superen las razones para no morir que se suelen utilizar como elementos disuasivos de las adicciones. Se tiene que asumir sinceramente a tantos que buscan escapes donde hay trampas, en una actitud de cobijo y esperanza, sin ingenuidades.
Asimismo, no se puede aceptar la mentira de decir que se combate seriamente al alcohol y la droga cuando, como nunca, hay una publicidad agobiante a favor del consumo de alcohol y una actitud tolerante ante una verdadera apología de las drogas, en especial en letras de canciones y películas muy difundidas.
Es importante preocuparse para que las cárceles no estén pobladas de consumidores de drogas y proponerles un tratamiento que supere el encuadre penal. Pero cuando el gobierno lo dice, en realidad, uno siente la sensación de que lo que se pretende es conseguir espacios en los establecimientos carcelarios, que no dan abasto con el auge de la criminalidad, más que ocuparse de la dignidad de los adictos, a los que, para colmo, se denomina como "perejiles". Hace muchísimos años que no se ha ampliado la infraestructura hospitalaria para el tratamiento de las adicciones. En definitiva, el juez que se ocupe del enfermo, aunque sea civil y no penal, como lo contemplan los proyectos en danza, no tiene demasiadas opciones en la derivación para un tratamiento correcto, por lo que la abstinencia puede empujar al adicto a cometer otros delitos para poder conseguir la droga. Y ante el nuevo hecho criminal vuelve a la cárcel. En definitiva, la solución que se propone sobre despenalizar el consumo, si no se encara en sus implicancias totales, resulta un atajo que conduce al consumidor otra vez a prisión y aumenta el peligro a la sociedad.
A su vez, si las prisiones están llenas de adictos, como dijo el gobierno, es porque el Estado no se ocupa adecuadamente de perseguir a los productores, traficantes, acopiadores y comercializadores de la droga.
Debe retumbarnos con fuerza la valentía de los más débiles que en Córdoba, desde las villas miseria y los barrios de sectores empobrecidos, claman por que haya una preocupación estatal integral por darles horizontes que les permitan evitar caer en la lógica de la droga.
A su vez, mientras los jueces, fiscales y policías pretenden que sean las personas, con grave riesgo para sí, las que les digan dónde se comercializa la droga, a nadie escapa que en cualquier lugar de la Argentina cualquier taxista experimentado puede conducir a sitios donde se puede conseguir. Entonces, ¿dónde está la dificultad del Estado a los efectos de llegar eficazmente a los distribuidores, comercializadores y traficantes?
Tampoco se controla debidamente el tráfico de las drogas que se comercializan en droguerías, farmacias y veterinarias, drogas éstas que, además, se sabe que circulan con facilidad en las cárceles. Mas, en la crisis penitenciaria que se vive, nadie habla de la urgencia de constituir una cantidad de equipos de tratamiento para las adicciones, con profesionales estables y preparados, a fin de trabajar el alcoholismo y la drogadicción en la prisión. No hay rehabilitación posible de los condenados si no se los ayuda a controlar la dependencia antes de que recuperen la libertad.
Lo cierto es que, además, todos los días conocemos de hechos delictivos muy violentos y de graves accidentes producidos por quienes, desde el alcohol o la droga, afectan gravemente a la sociedad.
Evidentemente, queda claro que hay negocios y estrategias que superan las razones de bien común que deben guiar en el tema porque, de lo contrario, no existe explicación para la impericia en el tratamiento de la cuestión por parte de los que tienen responsabilidad en la materia.
Se ha sido eficaz en la campaña y en la educación para combatir el hábito de fumar, que afecta la salud. Pero no podemos olvidar que el fumador sigue siendo una persona pensante y un ciudadano activo. Ha llegado el momento impostergable de trabajar adecuadamente contra el alcoholismo y la drogadicción, también como un compromiso cívico, porque un pueblo alcoholizado o drogado es funcional, además, a políticas de dominación. Las adicciones hacen desaparecer a la persona y al ciudadano: anulan su discernimiento y su juicio crítico.
La droga y el alcohol constituyen un problema de todos que debe ser asumido responsablemente, en aras de la dignidad humana, con valentía cívica y conscientes de que no podemos permitir que nos degraden como personas y como pueblo.
MIGUEL JULIO RODRÍGUEZ VILLAFAÑE
Abogado constitucionalista cordobés.
Miembro de Fopea