Domingo 30 de Marzo de 2008 > Carta de Lectores
Pasado y presente

La pasión que dicen sentir por los derechos humanos todos los políticos, encabezados por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su marido, funcionarios del gobierno, religiosos, intelectuales y una cantidad impresionante de entidades civiles es sin duda conmovedora, pero acaso sea un tanto preocupante que para la mayoría el tema parece circunscribirse a los crímenes que fueron cometidos hace más de treinta años por gente vinculada con la dictadura militar, además, a juicio de algunos, de los perpetrados por la Triple A que organizó el gobierno del entonces presidente Juan Domingo Perón. Si bien pocos negarían que todos los presuntos culpables de crímenes de lesa humanidad deberían verse obligados a rendir cuentas ante la Justicia a pesar del mucho tiempo que ha transcurrido, convendría preguntarnos si los juicios que continuarán celebrándose y las condenas resultantes contribuirán a asegurar que en adelante sean respetados los derechos básicos de todos los habitantes del país. Por desgracia, a esta altura es imposible cambiar lo que ocurrió en los años setenta y a comienzos de los ochenta, pero sí lo es tomar medidas para proteger a quienes en la actualidad corren el riesgo de sufrir un destino no muy distinto de aquel de las víctimas, ya de la dictadura militar, ya de un gobierno elegido pero así y todo proclive a pisotear la ley que lo antecedió.

Según diversos informes internacionales, sigue siendo frecuente la tortura o, cuando menos, el maltrato brutal en las comisarías y cárceles del país, pero tales abusos no suelen ocasionar tanta indignación como los infligidos una generación atrás por el régimen militar y sus esbirros, tal vez porque es difícil encuadrarlos en los esquemas politizados que están favorecidos por muchas organizaciones cuyos líderes se afirman comprometidos con los derechos humanos. Por ser cuestión de delincuentes comunes o de marginados lúmpenes, los detenidos actualmente parecen merecer menos simpatía que los militantes de agrupaciones izquierdistas o Montoneros que constituían el grueso de los desaparecidos durante el Proceso o en años anteriores.

Por lo demás, en la actualidad es tan intensa la preocupación por la inseguridad ciudadana que abundan los que están a favor de una "mano dura", pero sucede que hace treinta años amplios sectores sociales, tanto de la clase media como de la obrera, apoyaban la represión ilegal porque estaban hartos del accionar de los movimientos terroristas que en aquel entonces pululaban en el país. Dicho de otro modo, la actitud mayoritaria hacia los métodos que se utilizan para hacer frente a una amenaza sigue teniendo mucho que ver con el temor. Puesto que hoy en día el peligro planteado por los fanáticos de la ultraderecha o las Fuerzas Armadas es aproximadamente nulo, existe un consenso amplio sobre que los relacionados con ellas que cometiron delitos en el pasado cada vez más remoto deberían ser castigados con severidad ejemplarizadora, pero es necesario recordar que cuando la represión estaba pasando por su etapa más feroz muy pocos protestaban. Era natural, pues, que los militares tomaran el silencio generalizado por evidencia de que la sociedad en su conjunto aprobaba lo que más tarde se denunciaría como una "metodología aberrante" y que, en consecuencia, se sentían reivindicados.

Cargar las tintas contra los militares por lo que hicieron -y de este modo minimizar el aporte de las elites políticas y de la sociedad civil a los acontecimientos trágicos de los años setenta- es fácil y a muchos les da un sentido a su vida, pero sería un error suponer en base a las denuncias vehementes que suelen formularse en todo nuevo aniversario del golpe del 24 de marzo de 1976 que haya echado raíces profundas en nuestro país lo que podría denominarse una "cultura de los derechos humanos". Para que ello sucediera, sería necesario que los abusos que se perpetran en la actualidad motivaran más protestas que los ocurridos hace varias décadas y que todos dejaran de interpretar el tema según sus propios prejuicios ideológicos. Mucho ha mejorado desde los días aciagos en que la Triple A y después las Fuerzas Armadas se atribuían el derecho a secuestrar, torturar o asesinar a cualquiera, pero todavía queda mucho por hacer.

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