Hace tiempo que el gobierno nacional ha resignado su deber de proteger el espacio público para su uso por todos los ciudadanos. De hecho, ha privatizado su utilización. Y siguiendo también un viejo y conocido modelo en la reforma del Estado, se lo ha adjudicado a los amigos.
Desde el punto de vista meramente operativo el gobierno desconfía de sus fuerzas de seguridad, y probablemente con razón, pero también es cierto que en estos años de gobierno matrimonial no se han implementado políticas activas de recuperación de esta herramienta fundamental del Estado.
Por incapacidad, desconfianza o influencia ideológica (o probablemente una mezcla de todo) el gobierno ha liberado sistemáticamente la ocupación de calles y rutas al accionar de grupos violentos y organizados, pequeños en muchos casos, con los cuales estableció distintos grados de acuerdo, básicamente a partir del marketing clientelar de planes y subsidios. Probablemente logró así evitar las consecuencias políticamente intolerables de situaciones represivas que podrían quedar fuera de su control. Y, desde este punto de vista, fue exitoso.
Sin embargo, esta ausencia de la fuerza pública trae otras consecuencias que, evidentemente, no han sido tenidas en cuenta. Una vez más, sea por incapacidad o decisión ideológica, el gobierno valoró como políticamente más rentable liberar las calles para los amigos, contando con la pasividad de las mayorías, que ejercer su rol de amortiguador del conflicto social.
Como ningún poder queda vacante, si el Estado no impone reglas, las imponen los grupos o individuos que concentren el grado de poder suficiente para ello. Que sea un encapuchado armado con garrote o una monjita de la caridad son sólo datos anecdóticos respecto del problema de fondo.
Muchos de los llamados "movimientos sociales" no tienen ya nada de espontáneos. Se trata de verdaderas organizaciones políticas financiadas directa o indirectamente desde las arcas del Estado. Algunos de sus dirigentes han ocupado y ocupan cargos en el gobierno nacional, en provincias o en municipios. Otros pasan por personajes mediáticos. Pero, en cualquier caso, han ganado en la negociación con el gobierno por los recursos económicos que les permiten sostener su "aparatos" e imponer sus reglas en el espacio que dominan.
Del lado del sindicalismo, el inefable líder de los camioneros que ha sabido transmutarse desde la derechista Juventud Sindical Peronista al kirchnerismo de la primera hora sabe muy bien que el manejo de los millonarios fondos de las obras sociales bien vale el moderado esfuerzo de mandar unos muchachos a impedir que otros hagan lo que ellos han instituido como procedimiento sistemático en todo conflicto sindical: privar a otros del ejercicio de algunos derechos.
Hasta aquí, la administración K había logrado su objetivo fundamental: no tiene muertos que se le achaquen producto de movilizaciones y se jacta de su actitud democrática. Pero ya no puede conceder el uso del espacio público a todos por igual; entre otras cosas, porque ahora los enemigos de sus amigos son también sus enemigos.
El espacio público es ahora privado y rige allí la ley del más fuerte. Y lo que antes era una sensación, desde la noche del martes 25 de marzo se convirtió en una certeza. Bajo la poco creíble excusa de la amenaza golpista, algunas de las organizaciones piqueteras entraron a la Plaza de Mayo, previo establecimiento de una prolija ausencia policial, para repartir trompadas a quienes protestaban en apoyo al paro agropecuario.
A la cabeza, el admirador del fundamentalismo iraní, Luis D'Elía; a su lado, el funcionario nacional Emilio Pérsico. Ellos se apuraron a encarnar al "pueblo" en la vieja y tan añorada confrontación contra la "oligarquía". Ambos reivindican, claro, el carácter democrático de su accionar, pero en límites bien estrechos: lo único democrático es la adhesión a su peculiar enfoque de la política y, si desde ese punto de vista la "democracia" corre peligro, se justifica el uso de la violencia para defenderla. Un método en el que, con la anuencia oficial, prometen persistir en los próximos días.
D'Elía hoy ha triplicado la apuesta, reconociendo un "odio visceral contra los blancos de barrio Norte". Amigos difíciles los de este gobierno; sobre todo porque muchos de sus otros amigos y funcionarios responden a esas características, y más aún si se suman otros barrios todavía más caros y exclusivos de la capital.
Si todo sale bien para los Kirchner será un favor más que les deba el gobierno. Habrán reeditado la famosa dicotomía que todo autoritarismo necesita y que les permitirá afirmar, paradójicamente, como lo hizo Bush: están con nosotros o contra nosotros.
En cualquier caso, todo habrá salido mal para los argentinos.
JAVIER O. VILOSIO
Especial para "Río Negro" (*)
(*) Médico. Máster en Economía y Ciencias Políticas. Ex secretario de Salud de Río Negro