Lo haya entendido o no la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el discurso que pronunció anoche ante un público mayormente peronista y en presencia de dignatarios como el cabecilla piquetero Luis D'Elía fue con toda probabilidad el más importante de toda su carrera. En los días últimos, el clima político del país ha cambiado mucho. Si una vez hubo una "luna de miel" con el grueso de la ciudadanía, ya ha terminado dando lugar a un matrimonio sumamente conflictivo. Y para colmo, en la raíz del problema está su propia personalidad o, si se prefiere, su versión particular del "estilo K" que fue patentado por su marido. No es una sólo cuestión de "género" como en un momento de autocompasión dio a entender, si bien es verdad que en boca de una mujer las manifestaciones de resentimiento suenan peor que en la de un hombre. Es que gracias en buena medida a la forma despectiva, para no decir soberbia, con la que suele tratar a sus adversarios, la presidenta ha logrado unir en su contra a los productores rurales y una proporción muy significante de la clase media urbana.
Anoche en Parque Norte Cristina de Kirchner tuvo una oportunidad para mostrar al país que no era tan rencorosa como muchos piensan. No supo aprovecharla. Aunque a veces pareció esforzarse por dar la impresión de ser una mandataria que siempre está dispuesta a dialogar y es respetuosa de los intereses ajenos, no pudo resistirse a la tentación de insinuar que quienes participaron de los cacerolazos que dos días antes se celebraron en Plaza de Mayo y frente a la residencia presidencial de Olivos eran los mismos que una generación antes había apoyado al dictador Jorge Rafael Videla o de afirmar que los paros o lock out del campo eran "contra el pueblo", aseveración que, como era de prever, enojó sobremanera a los hombres y mujeres del campo que de "oligarcas" no tienen nada. Aún más provocativas eran sus alusiones al color de la piel de los manifestantes, como si en su opinión la Argentina fuera escenario de una lucha entre "blancos" ricos que viven en la Capital Federal y "negros" pobres; al hacer eco así de los comentarios incendiarios que formulara D'Elía pocas horas antes, Cristina pareció reivindicarlos.
Para sorpresa de nadie, las primeras reacciones de las organizaciones agrarias frente a la alocución de Cristina no fueron exactamente amistosas. Según la presidenta, en defensa de los intereses económicos de un puñado de empresarios adinerados están procurando frustrar su intento de "redistribuir el ingreso" y de este modo están luchando contra la justicia social. De más está decir que se trata de una caricatura burda de la realidad. El campo se ha movilizado contra un sistema exageradamente centralizador, unitario, que priva tanto a las intendencias como a las provincias de los frutos de su labor en beneficio de un gobierno nacional encabezado por personas que no vacilan en usar lo recaudado a través de las retenciones y otros impuestos para premiar a sus amigos, presionar a los mandatarios locales y castigar a quienes no se dejan comprar. Puede que desde el punto de vista de los Kirchner el esquema así supuesto haya resultado ser muy equitativo pero, desde aquel de quienes tienen que pagar los costos del imponente aparato verticalista y clientelista que han sabido construir, no lo es en absoluto.
Por primera vez desde mediados del 2003, los Kirchner se ven frente a una coalición informal que es lo bastante fuerte como para obligarlos a negociar en serio. Si se niegan a hacerlo -y todo hace pensar que están tan convencidos de su propia rectitud que no cederán un ápice- los conflictos continuarán intensificándose y crecerá el riesgo de que el mal humor que se ha apoderado de amplios sectores de la sociedad se manifieste con cada vez más violencia. Como presidenta de la República, Cristina de Kirchner tiene la responsabilidad no sólo de tomar en cuenta los intereses de todos los sectores y -en cuanto sea posible hacerlo- de tratar de conciliarlos sino también de aceptar que su poder se ve limitado tanto por las leyes como por lo que, según ella, es uno de los atributos fundamentales del hombre: la racionalidad, que aplicada con la lucidez de que tanto se enorgullece ya debería haberle enseñado que la intransigencia excesiva nunca ayuda a resolver los problemas más urgentes de la sociedad.