A comienzos de su gestión, Néstor Kirchner optó por construir poder embistiendo contra una serie de minorías que, a juicio de los muchos que querían desahogarse ensañándose con chivos expiatorios y de tal forma subrayar su propia condición de víctimas inocentes de una conspiración siniestra, eran responsables de la debacle nacional. Por tratarse de militares retirados, empresarios por lo común extranjeros, jueces menemistas de mediocridad llamativa y economistas supuestamente comprometidos con el sistema que acabó de desplomarse, a Kirchner le resultó fácil asumir la postura de un patriota corajudo que luchaba a favor del pueblo contra los resueltos a despojarlo.
Pues bien: aunque la vieja estrategia de "dividir para reinar" recomendada por los maquiavélicos puede funcionar con eficacia con tal que los chivos expiatorios sean pocos, se vuelve contraproducente si resulta que los elegidos como enemigos del pueblo han dejado de constituir una minoría dispersa. Ya antes de permitirle a su mujer tomar su lugar en el sillón presidencial, Kirchner se había distanciado de una parte sustancial de la clase media urbana. Y ahora Cristina de Kirchner se las ha arreglado para que una multitud de agricultores, tanto grandes como pequeños, se sume a las huestes enemigas. Como resultado, el gobierno se ve penosamente aislado.
Llegó la hora, entonces, para que los Kirchner cambien de estrategia. Tienen que ampliar cuanto antes su base de sustentación reconciliándose con muchos de los que se pusieron a manifestarle su desaprobación del estilo didáctico, petulante y sobrador que caracteriza a la presidenta. Por cierto, si Cristina sigue dividiendo, inventándose nuevos enemigos, no tardará en encontrarse casi sola frente a un país enojadísimo, unido por el deseo de verla abdicar, pero sucede que a esta altura no le sería nada sencillo modificar el estilo que tantos beneficios le han traído a la pareja. Los Kirchner están tan acostumbrados a ser los políticos más populares del país y a ganar todas las apuestas, que los desconcierta la adversidad. Acostumbrada como está a atacar con vehemencia altanera a todos aquellos que se animan a criticarla, Cristina teme hacer concesiones porque cree que los demás las tomarían por evidencia de debilidad. En vista de la alternativa, es un riesgo que le será necesario afrontar.
Todo militar entiende lo azaroso que es batirse en retirada por razones tácticas. Una maniobra que se concibió como un repliegue ordenado hacia una posición mejor puede convertirse pronto en un desastre. Si se difunde el pánico, hasta los ejércitos más poderosos pueden desintegrarse en un lapso muy pero muy breve. Lo mismo sucede con los gobiernos que se hallan de súbito ante una situación que les es nueva en la que los métodos a los que se han habituado ya no les sirven.
La reacción oficial frente a la rebelión del campo y los cacerolazos que estallaron en virtualmente todos los centros urbanos del país ha sido de pánico. Como siempre, Cristina y sus laderos descalificaron a quienes se negaban a apoyarlos, llamándolos "oligarcas" y "ricos desagradecidos", o sea, en la jerga setentista que les es propia, el "antipueblo". Fue un grave error. Sería maravilloso si la Argentina contara con tantos oligarcas ricos que pudieran llenar las plazas de las ciudades y cortar miles de rutas, pero por desgracia no es así. Muchos que están protestando son pobres, de suerte que las fantasías ideológicas de los Kirchner tienen tan poco que ver con la realidad como los índices inflacionarios fabricados por el INDEC.
Otro error, más grave aún, que cometió el matrimonio fue convocar, es de esperar sólo a través de guiños, a los dos representantes máximos del desorden, Luis D'Elía y Hugo Moyano, para que lo ayudaran a restaurar el orden. Envalentonado por la noción de que el gobierno lo ha nombrado jefe de los muchachos kirchneristas, D'Elía, vestido con una camisa negra que hizo recordar a los matones del dictador fascista Benito Mussolini, no sólo irrumpió en Plaza de Mayo a la cabeza de una recua de piqueteros armados de palos, sino que también se permitió dar rienda suelta al odio visceral que dice sentir por "los blancos del Barrio Norte", afirmando que "no tengo problemas en matarlos a todos". Huelga decir que los sentimientos genocidas de D'Elía, un sujeto que según parece sueña con una apocalíptica guerra clasista y racial, intensificaron todavía más el clima de crispación que cubre el país a partir de aquel discurso antológico que pronunció Cristina con el presunto propósito de convencer a los productores rurales de que les sería inútil continuar protestando contra el impuestazo que les había asestado.
Mal que les pese a los Kirchner, la Argentina ha cambiado desde mediados del 2003. Gracias en buena medida a la recuperación macroeconómica, la ciudadanía quiere algo más que la sensación de que la gobernabilidad está asegurada por la presencia en la Casa Rosada de un mandatario que hace gala de su agresividad. Como políticos avezados, el ex presidente y su sucesora deberían haber previsto que el agradecimiento por las mejoras económicas que se produjeron en el transcurso de su gestión compartida no duraría mucho y que, de todos modos, a menudo las grandes protestas sociales ocurren cuando la gente ya no teme caer en la miseria. Al fin y al cabo, el "Cordobazo" de 1969, un acontecimiento que tiene un sitio destacado en la mitología de la izquierda nacionalista, estalló justo cuando la Argentina empezaba a disfrutar de una sensación vivificante de auge económico.
Como es natural, los Kirchner se atribuyen el crecimiento vigoroso de los años últimos, dando a entender que es el fruto lógico del "modelo" populista vigente y de su propia firmeza. He aquí otro motivo por el que se oponen a los reclamos del campo: no quieren que la mayoría se dé cuenta de que los buenos tiempos se deben más que nada a una coyuntura internacional que brindó a la producción agraria un papel protagónico en la recuperación.
En efecto, la solidaridad de tantos habitantes de los centros urbanos con el campo ha entrañado el reconocimiento de la importancia de un sector que los partidarios de ciertas ideas setentistas, entre ellos los Kirchner, siempre han sido propensos a despreciar. Al difundirse la conciencia de que si no fuera por el campo la Argentina no hubiera logrado sustraerse al abismo en el que se precipitó a fines del 2001, pues, se debilita el apego de la gente al "modelo" que por motivos no sólo ideológicos sino también pragmáticos defiende el gobierno, quitándole así lo que hasta hace poco fue una de sus cartas de triunfo principales.
JAMES NEILSON