Quienes se afirman contrarios al imperialismo -y a esta altura virtualmente nadie pensaría en reivindicar una modalidad política que hasta hace apenas medio siglo había dominado la mayor parte del mundo desde los albores de la historia- suelen tener en mente el poder e influencia a su juicio excesivos de Estados Unidos, pasando por alto la existencia de tradiciones imperiales más viejas y más seguras de sí mismas. De éstas, la más tenaz es con toda seguridad la china. A diferencia de los europeos, que con escasas excepciones están más interesados hoy en día en ahorrarse responsabilidades onerosas que en tratar de gobernar territorios ajenos, los dirigentes chinos se niegan a reconocer el derecho de pueblos como el tibetano a independizarse e insisten en reclamar la plena soberanía sobre Taiwán a pesar de la resistencia de los habitantes de la isla, tanto los de origen chino como de los demás.
Aunque la disputa entre Beijing y Taipei sigue siendo más peligrosa que la situación en el Tíbet, ya que podría servir para desatar una guerra en gran escala, la rebelión más reciente de los tibetanos plantea a los chinos un desafío que les es nuevo. Si bien están en condiciones de aplastarla con suma facilidad, no quieren que el resto del mundo los vea actuando como represores brutales. Se trata de una de las desventajas de la transformación rápida de China en una potencia comercial importante que, según muchos, podría erigirse pronto en uno de los dos pilares de un orden internacional bipolar. Hace apenas quince años, los jerarcas chinos no hubieran vacilado en aprovechar su poderío para poner fin en seguida a la agitación callejera sin preocuparse en absoluto por la reacción del resto del mundo, pero en la actualidad tienen que tomar en cuenta los efectos inevitablemente malos sobre la imagen nacional de una reacción demasiado cruel.
En opinión de los líderes del régimen chino, los tibetanos, azuzados por "el grupo en torno al Dalai Lama", están procurando aprovechar la oportunidad planteada por los esfuerzos oficiales de hacer de los Juegos Olímpicos, que en agosto se celebrarán en Beijing, un show propagandístico que impresione a todos con los esplendores de la nueva China rica, emprendedora y, desde luego, sumamente culta. Pero aunque no cabe duda de que China ha avanzado de manera espectacular en los últimos lustros y muchos tienen motivos de sobra para sentirse orgullosos de los logros personales y colectivos, el gigante sigue siendo una dictadura en que el régimen nominalmente comunista está acostumbrado a pisotear los derechos humanos más básicos, incluyendo, claro está, los de pueblos minoritarios como el tibetano.
Según todas las pautas actualmente vigentes, el Tíbet debería ser una nación independiente, ya que la mayoría de sus habitantes no es china, habla un idioma que es muy distinto del mandarín y sus tradiciones culturales son radicalmente diferentes. Con todo, continúan los intentos de modificar el perfil demográfico tibetano estimulando la inmigración de grandes cantidades de colonos de la etnia china principal, la "han", y tratando de eliminar las tradiciones tibetanas mediante un programa que el Dalai Lama califica de "genocidio cultural", de modo que en una fecha no muy lejana habrá una mayoría china en el país a menos que el régimen en Beijing modifique su actitud. No es del todo probable que lo haga. El régimen, consciente de que el marxismo ya no sirve para darle legitimidad, está alentando el nacionalismo, de modo que es de suponer que la mayoría abrumadora de los chinos, sin excluir a los muchos que participen de los disturbios casi diarios provocados por abusos vinculados con los cambios traumáticos que son propios de una etapa de expansión vertiginosa signada por la desigualdad creciente, comparten su hostilidad hacia cualquier manifestación de separatismo en Tíbet o en las extensas regiones occidentales en que los "han" todavía constituyen una minoría a menudo enfrentada con minorías de raíces turcas y credo musulmán. Así las cosas, es de prever que la represión en el Tíbet se intensifique aunque como resultado China sea vista como una potencia nada benigna cuyo fortalecimiento rápido plantea una amenaza grave a todos los reacios a subordinarse a sus dictados.