Lo mismo que Estados Unidos, la Unión Europea se ha visto convertida en un imán irresistible para asiáticos, africanos y también latinoamericanos que quieren tener la oportunidad de disfrutar de un nivel de vida mejor que el que, a su entender, les esperaría en sus países de origen. Puesto que una proporción significante incluso de los debidamente documentados no tiene intención alguna de adaptarse a las costumbres de su nuevo país de residencia, son cada vez más los nativos que quieren ver cerradas las fronteras a los inmigrantes económicos, a pesar de que por razones demográficas Europa los necesita, de ahí la actitud nada amistosa de las autoridades españolas hacia viajeros latinoamericanos que, a su juicio, se proponen quedarse sin cumplir con los trámites previos exigidos. Hasta hace poco, los gobiernos de la región se abstenían de protestar por el maltrato que recibían muchos compatriotas en los aeropuertos de Madrid y Barcelona, supuestamente por no contar con los documentos requeridos o dinero suficiente como para costear una estadía, pero la semana pasada Brasil optó por darles a los españoles una dosis de su propia medicina, al prohibir el ingreso de turistas que según las autoridades migratorias no cumplían con todas las normas, desatando así una pequeña crisis diplomática. Como no podía ser de otra manera, la reacción del gobierno del presidente Luiz Inácio "Lula" da Silva ha merecido la aprobación no sólo de los brasileños sino también de muchos otros que están hartos de que sus conciudadanos sean tratados como indeseables por "la madre patria".
Desde el punto de vista europeo, las represalias han sido arbitrarias, ya que no hay motivos para suponer que los turistas devueltos a España pensaran en probar suerte como inmigrantes clandestinos en Brasil, mientras que bien que mal abundan los latinoamericanos que se han burlado de los controles fronterizos para establecerse en Europa. Sin embargo, les convendría entender que una cosa es el rigor y otra muy diferente permitir que policías de formación deficiente abusen de su autoridad, detengan en condiciones insalubres a quienes a menudo sólo quieren visitar a sus familiares por algunos días para después volver a casa. Por desgracia, los encargados españoles de impedir el ingreso de inmigrantes indocumentados no parecen estar en condiciones de distinguir entre los resueltos a permanecer en su país por un lado y los turistas auténticos por el otro. Y de todos modos, incluso los decididos a violar las reglas merecen ser tratados de manera más respetuosa de lo que es habitual tanto en los aeropuertos españoles como en otros de la Unión Europea, aunque por razones evidentes duele más la postura asumida por representantes de un país con el cual los nuestros siempre han mantenido relaciones estrechas cimentadas por lazos de sangre, un idioma común y afinidades culturales, para no hablar de la bienvenida calurosa que hasta medio siglo atrás brindaban a millones de inmigrantes españoles pobres y en muchos casos analfabetos.
Por lo demás, de por sí la inmigración desde América Latina no plantea muchos problemas a España ni al resto de la Unión Europea. Con escasísimas excepciones, todos los inmigrantes, tanto los legales como los ilegales, pueden integrarse sin dificultad alguna puesto que son menores las diferencias culturales. Asimismo, como los gobiernos europeos no se cansan de afirmar, el bien llamado "viejo continente" necesita desesperadamente el aporte de decenas de millones de personas que forzosamente tendrían que proceder del mundo aún subdesarrollado. Lo lógico, pues, sería que los países de la Unión Europea valoraran mucho más los vínculos entre ellos y América Latina, favoreciendo activamente a los deseosos de trazar en sentido contrario la ruta tomada por sus antecesores, pero son reacios a hacerlo por miedo a ser acusados de "discriminación" en desmedro de gente de África, el Medio Oriente, Pakistán e India de costumbres y tradiciones religiosas que son radicalmente ajenas a las europeas. Puede que andando el tiempo los europeos se den cuenta de que les convendría aprovechar el interés acaso pasajero de muchos latinoamericanos por afincarse en su parte del mundo. Caso contrario, otros gobiernos de la región tendrán el pleno derecho a emular al brasileño y hacer valer el principio de la reciprocidad.