Por motivos honorables, ya que soñaban con una sociedad más equitativa que la existente, los radicales solían insistir en que lo económico debería subordinarse a lo político. La versión kirchnerista de dicho lema sería un tanto distinta: hay que subordinar la economía al proyecto personal del matrimonio gobernante. Aunque Néstor Kirchner y su esposa no inventaron el "modelo productivo" que está vigente desde la caída estrepitosa del gobierno del presidente Fernando de la Rúa, se enamoraron pronto de él al darse cuenta de que era ideal para una pareja resuelta a acumular poder y dinero puesto que les permitía favorecer a los amigos de la llamada "burguesía nacional", llenar una caja cada vez mayor de pesos, dólares y euros, negociar sigilosamente con personajes como el venezolano despilfarrador Hugo Chávez, debilitar a los gobernantes provinciales y apropiarse de una parte jugosa de los ingresos, so pretexto de que eran excesivos, que arrojaba el campo. Incluso la inflación les ha venido bien, ya que merced a ella han podido recaudar más.
Como siempre ocurre cuando un caudillo populista está ocupado construyendo un imperio económico, Kirchner dice que el dinero que atiborra las arcas del Estado será usado para beneficiar a los pobres. Si fuera posible tomar en serio las estadísticas difundidas por el INDEC intervenido, parecería que se ha reducido levemente la brecha entre quienes más perciben y quienes menos, pero sucede que la tasa de inflación real casi triplica la oficial y, como es notorio, los más perjudicados son precisamente los que viven como pueden de ingresos que los ubican por debajo de la línea de pobreza o, en teoría, un poco por encima.
La forma en que los Kirchner están manejando la economía ya está motivando protestas entre quienes, por razones que podrían calificarse de ideológicas, se sienten comprometidos con el "modelo productivo". Aunque algunos parecen creer que una dosis modesta de inflación es positiva ya que a su juicio actúa como un lubricante, entienden muy bien que la tasa actual de aproximadamente el 25% anual es incompatible con el crecimiento sostenible. También les preocupa la falta de inversiones productivas. Por razones comprensibles, ni los extranjeros ni los locales tienen demasiado interés en arriesgarse en un país regido por personas proclives a cambiar las reglas toda vez que les conviene y que si ven que a un sector le va bien no vacilan un solo minuto en castigarlo.
Las víctimas habituales de la arbitrariedad de un matrimonio que administra la economía como si la creyera parte de su patrimonio son los productores de soja y otros bienes agroganaderos. Es en buena medida gracias a ellos que el país ha conseguido salir del pozo en el que se precipitó en el 2002, pero lejos de pensar que deberían estimularlos, los Kirchner decidieron aprovechar la oportunidad para recaudar más fondos para la caja, es decir, para emplear en la "construcción de poder" que es el objetivo principal de su gestión. Como es natural, los agricultores están sumamente enojados por lo que está sucediendo, de ahí el paro en contra del aumento feroz de las retenciones, pero puesto que conforme a la ideología setentista de los Kirchner -tanto ellos como los empresarios del sector energético están bien colocados en la lista negra de enemigos del pueblo-, no es del todo probable que el gobierno les preste mucha atención a sus protestas.
Entre otras cosas, los representantes del agro acusan al gobierno de atentar contra el desarrollo del país, el que, mal que les pese a los lobbistas industriales, dependerá de la evolución del campo. No son los únicos que piensan que debido a su apego malsano a doctrinas inspiradas en la obra de literatos rencorosos los Kirchner están echando a perder una oportunidad tal vez irrepetible para que la Argentina deje atrás las consecuencias de décadas de insensatez populista. Quienes comparan la política económica y social de la Argentina no sólo con la de diversos países asiáticos sino también con la de vecinos como Brasil y Chile temen que, una vez terminado el prolongado boom internacional que se inició cuando Eduardo Duhalde se preparaba para abandonar la Casa Rosada, se encontrará aún más rezagada con relación a los demás de lo que estuvo antes. Puesto que los Kirchner han privilegiado sistemáticamente sus propios intereses por encima de los del conjunto, tanto pesimismo puede entenderse.
El panorama mundial se ha modificado mucho en los años últimos. Como resultado de la industrialización vertiginosa de China y, a un ritmo más pausado pero así y todo impresionante, de la India, se ha hecho mucho más difícil de lo que hubiera sido el caso diez años atrás -y ni hablar de cuarenta- formar un sector industrial realmente competitivo. En cambio, el precio de los commodities, incluyendo, desde luego, a los productos del campo, han aumentado de modo dramático.
Por lo tanto, sería lógico que los responsables de formular una estrategia para las décadas próximas asumieran la realidad así supuesta optando por impulsar aquellas actividades en las que la Argentina está en condiciones de competir con los mejores del planeta y aceptando que en otras tendrá que conformarse con un papel decididamente secundario. Huelga decir que los Kirchner y muchos otros no ven las cosas así. Para usar una analogía deportiva, es como si creyeran que por ser el fútbol menos elegante que el hockey sobre hielo, ordenaran la clausura de todas las canchas y su reemplazo por pistas de patinar con la ilusión de que la Argentina brillara en los próximos juegos olímpicos de invierno.
Los Kirchner y su ministro de Economía, Martín Lousteau, dicen estar resueltos a proteger a los consumidores locales de las mutaciones que está experimentando la economía internacional. No son los primeros. Desde hace más de medio siglo una proporción muy significante de los gobiernos del país se ha negado a permitir que lo que sucedía en el exterior influyera fronteras adentro. Los resultados de tanta obstinación están a la vista. Mientras que otros países, en especial los que se han integrado al sistema internacional, se han enriquecido, la Argentina se ha estancado de tal modo que a pesar de un lustro de crecimiento macroeconómico veloz el nivel de vida del grueso de la población es inferior al alcanzado una generación atrás.
JAMES NEILSON
