Como pan de cada día tenemos en nuestras mañanas noticias intranquilizadoras de un mundo pletórico de actos violentos: guerras, atentados, amenazas, agresiones. Si se reflexiona sobre lo que ocurre en nuestro país, agregamos una sensación personal de inseguridad y desamparo. Todos los medios parecen competir para alterarnos. La televisión, especialmente empeñada en mostrarnos imágenes abrumadoras de sufrimiento humano -asaltos y secuestros, violaciones, accidentes en las rutas, tragedias familiares, brutalidad en las calles- como si sus comunicadores compartieran la convicción de que las novedades más importantes para el televidente se refieren sólo a las desgracias del prójimo. Es lo que más vende; poco interesa lo que no es trágico ni causa alarma. Así nos tienen, precavidos y recelosos, con llaves de seguridad en las puertas y rejas en las ventanas, presas del temor de que nos pase lo mismo que a los otros. Y todo ello dando pasto a un tema repetido en el diálogo familiar y comunitario: que en estos tiempos que nos tocan se acentúa una era de violencia e inseguridad pública que no tiene fin.

Una reflexión más exigente sobre lo que se nos presenta podría llevarnos quizá a cierta conclusión tranquilizadora. Si pensamos las desgracias que se publicitan en términos de números o en cálculo de probabilidades (¿qué porcentaje de la población representa esa tragedia?, ¿cuál es para nosotros el peso estadístico de ese asalto, esa agresión, ese accidente?), disminuiría nuestra angustia. Gilbert K. Chesterton, el escritor inglés a quien se calificó como "el príncipe de la paradoja", se hizo una vez en Londres la pregunta "¿cómo podemos estar informados?" y observó que cuando se lee en el diario del día que un limpiador de ventanas se precipitó desde el andamio a la muerte, la comprensión general de la limpieza de ventanas se distorsiona; "la información de que mientras ese hombre se estrellaba había 35.000 limpiadores que no se cayeron, hubiera dado una visión más balanceada del asunto". Si razonáramos así ante las tragedias ajenas que acaecen, quizá atenuaríamos nuestra obsesión actual en cuanto a riesgos propios.

Pero hay, además, argumentos sobre la violencia en la historia que son pertinentes para razonar lo cotidiano.

Evolución en el mundo

Todo lo que percibimos como inquietante parece confirmar algo que es de fondo y que en general se toma como certeza: que la violencia ha aumentado y crece "pari-passu" con la civilización. Sin embargo, la opinión opuesta, esto es, que la violencia viene en declinación en la marcha de la humanidad y que probablemente hoy estamos viviendo el momento más pacífico de nuestra especie sobre la tierra, es la tesis de una reciente publicación de Steven Pinker, un psicólogo experimental de primerísima línea que es profesor en Harvard, autor de varios best sellers científicos e integrante del club de la llamada "Tercera Cultura". Él admite que, ante brutalidades como las que protagonizaron en el siglo XX Hitler, Stalin y Mao y las que se ven ahora en Irak y Darfur, la idea de que la violencia ha estado disminuyendo podría resultar absurda pero, sin embargo, los estudios históricos demuestran que esto es real.

Cuantitativamente, las investigaciones antropológicas sobre restos humanos y elementos de agresión física prueban que las muertes violentas por ataques entre personas sugieren que las sociedades primitivas fueron mucho más violentas que las modernas. El "buen salvaje" es una ilusión y Rousseau tuvo menos acierto que Hobbes. Las guerras tribales mataban enormemente más que lo que registra la historia a partir de la constitución de los Estados. Si las contiendas del siglo XX -escribe- hubieran matado en la misma proporción que las de una típica sociedad tribal, hubiéramos tenido en el siglo pasado dos mil millones de muertos, no 100 millones. Y yendo a los homicidios, dice que criminólogos han estimado que en poblaciones europeas con datos de entre los años 1200 y mediados de los 1900 las tasas de asesinatos han declinado abruptamente. Más expresivo, la violencia global ha disminuido muchísimo desde mediados del siglo XX.

Un Informe Internacional sobre Seguridad Humana muestra que el número de muertos en guerras entre Estados ha descendido desde 65.000 por año en los 1950 a menos de 2.000 por año en la presente década. En otra parte recuerda que la propia Biblia admite con naturalidad relatos de genocidios, torturas, degüellos, castigos espantosos por violaciones de tabús sobre adulterio, idolatría, blasfemia, homosexualidad, etc., que expresan tiempos plagados de violencia aceptada no sólo entre hebreos sino en cada una de las culturas de aquellos tiempos, la musulmana, la cristiana, la hindú y la china. Por otra parte, las historias sociales de Occidente evidencian que muchas prácticas bárbaras normales durante el Medioevo y después se han hecho inadmisibles o condenables en los últimos cinco siglos. Tales como castigos, amputaciones, cegamientos, flagelaciones, hoguera, crucifixión o esclavitud.

Finalmente, y como lo hizo en varios capítulos de su formidable "The Blank Slate" (en castellano "La Tabla Rasa", Paidós, 2003) en el que trata sobre "la negación moderna de la naturaleza humana", Pinker reproduce citas del filósofo Peter Singer, quien en "The Expanding Circle" (El Círculo Expansivo) anota que las personas han extendido sistemáticamente la línea de puntos mental que abarca a las entidades que se consideran dignas de consideración moral. En milenios, el círculo se ha extendido de la familia y el pueblo al clan, la tribu, la nación, ambos sexos, otras razas y más recientemente (como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) a toda la humanidad. Ha pasado de incluir sólo a los hombres a incorporar a las mujeres, los niños y los recién nacidos. Se ha ensanchado para abarcar a los delincuentes y los discapacitados mentales. Al extremo, no faltan quienes incluyen a los animales de sangre caliente y hasta las especies, los ecosistemas y todo el planeta.

La declinación de la violencia, concluye Pinker, tiene implicaciones profundas. Gozamos ahora de una relativa paz porque las pasadas generaciones humanas se sensibilizaron ante costumbres bárbaras de sus tiempos y trabajaron para erradicarlas. Así debemos proceder nosotros para acabar con la violencia que subsiste, que no es poca.

HÉCTOR CIAPUSCIO (*)

Especial para "Río Negro"

(*) Doctor en Filosofía