Desde la última década del siglo pasado, después de la finalización de la Guerra Fría y la declinación del orden bipolar, se modificaron tanto el fenómeno de la guerra como los aparatos retóricos de su justificación.
Las nuevas formas de la guerra deben interpretarse como surgidas en el marco de los procesos de transformación económico-financiera, informática, política y jurídica que se conocen con el nombre de "globalización".
Según el jurista Danilo Zolo, la guerra global no es una guerra entre estados que se disputan espacios territoriales definidos o recursos localizados. Ella se combate para decidir quién asumirá las funciones de liderazgo dentro del sistema mundial de las relaciones internacionales y quién tendrá el poder de darles forma a los procesos de distribución de los recursos.
El objetivo que se persigue con la fuerza de las armas es, además, la estabilidad del orden mundial en un contexto de creciente interdependencia de los factores internacionales y de elevada vulnerabilidad de los países industrializados. Se trata, en síntesis, de garantizar el desarrollo de los procesos de globalización pese a la manifiesta asimetría política y económica en las relaciones internacionales.
Pero la nueva guerra es global también en un sentido simbólico, sobre todo a raíz de la sistemática invocación de valores universales que realizan las potencias occidentales que la promueven. No se trata ya de justificar la guerra en nombre de intereses u objetivos particulares sino de legitimarla desde un punto de vista superior e imparcial, fundado en principios que se consideran compartidos por toda la humanidad.
En este contexto signado por una suerte de fundamentalismo humanitario se ha venido también exaltando la noción de guerra preventiva por parte de ciertas potencias occidentales, guerra preventiva concebida y practicada por Estados Unidos contra los llamados "estados canallas" y las organizaciones del terrorismo mundial.
Zolo nos recuerda que estrictamente ligada a ella se encuentra una subversión del derecho internacional vigente, debido a la incompatibilidad de la Carta de las Naciones Unidas y del derecho internacional general con la noción de guerra preventiva.
La interpretación consolidada del artículo 51 de la Carta es un verdadero pilar del derecho internacional contemporáneo. Sin embargo, Washington reivindica la facultad de usar unilateralmente la fuerza no sólo en presencia de una amenaza de ataque de parte de otro Estado -legítima defensa anticipada- sino también en ausencia de una amenaza inminente o de la previsión específica de un ataque.
Según esa posición, la guerra puede comenzarse legítimamente si existe la convicción de que el conflicto militar es inevitable, aunque no inminente, y de que diferirlo traería aparejado un riesgo mayor. Sin embargo, la puesta en práctica del uso preventivo y unilateral de la fuerza por parte de un Estado en la mayoría de las veces coincide, a no llamarse a engaño, con la guerra de agresión.
Importa formular estas reflexiones en plena campaña preelectoral en Estados Unidos, donde los dos candidatos demócratas, con algunas pequeñas diferencias que día a día se tornan más difusas e insípidas, dan por justificada la dimensión global y preventiva de la guerra. Basta oír sus discursos sobre la invasión a Irak y la permanencia o no de las tropas norteamericanas en suelo de ese Estado para advertir que en realidad hablan el mismo idioma: el de la maquinaria bélica en movimiento permanente.
Mientras que Obama despliega un discurso más sutil, Clinton lo hace sin tantos complejos ni miramientos. Lo cierto es que ambos aceptan que a su país le corresponde continuar con los ejercicios policíacos alrededor del globo. No importan los daños colaterales. Y menos aún, claro está, que ese arbitrario poder de policía internacional se lleve a las patadas con el derecho internacional en vigencia.
MARTÍN LOZADA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Juez de Instrucción y profesor de Derecho Internacional Universidad FASTA, Bariloche