La evolución reciente de la economía mundial ha planteado un dilema espinoso al gobierno del matrimonio Kirchner. Por un lado, no puede sino entender que el aumento sostenido y tal vez permanente de los precios de los bienes agrícolas hizo posible la recuperación económica que tantos beneficios políticos le ha supuesto. De no haber sido por el boom planetario que se inició después del colapso del 2001 y el 2002, el crecimiento macroeconómico hubiera sido decididamente menos impresionante que el que en efecto se dio. Por el otro lado, empero, la suba de los precios de muchos productos básicos ha incidido de manera fuerte en el costo de vida, ya que la variación de los precios locales propende a seguir a la de los internacionales porque, como es natural, los productores quieren vender a quienes más pagan. Aunque para el país en su conjunto sería una bendición si, como muchos prevén, en adelante los alimentos costaran mucho más que hasta ahora debido a la demanda voraz de países con poblaciones enormes como China y la India -porque está en condiciones mejorables para exportarlos en grandes cantidades-, sería doloroso el impacto de un aumento generalizado en el bolsillo de gente acostumbrada a que aquí comer bien es relativamente barato.
En un esfuerzo por mitigar las consecuencias de lo que está sucediendo, el gobierno del presidente Néstor Kirchner prohibió la exportación de ciertos productos, de este modo privando al país de ingresos valiosos, pero parecería que su sucesora, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, cree que sería mejor pensar en subsidiar el consumo de bienes como la carne vacuna, cuyo precio ha subido mucho en los días últimos. Dicha alternativa es claramente mejor que la supuesta por la prohibición a exportar que atenta contra el desarrollo a largo plazo de la economía nacional, pero también tiene sus desventajas. Además de resultar muy complicada la aplicación de subsidios en un mercado en que las fluctuaciones diarias suelen ser tan violentas como imprevisibles, a los burócratas oficiales les es difícil, cuando no imposible, calcular lo que debería ser el precio justo de un bien determinado.
Puesto que por razones evidentes es del interés de todos, no sólo del gobierno, impedir que el aumento del precio de los alimentos perjudique a los sectores de ingresos muy limitados que constituyen más de la mitad de la población del país, una opción consistiría en organizar un sistema nacional de tickets alimentarios para que hasta los más pobres puedan continuar nutriéndose adecuadamente pero que no suponga un esfuerzo por controlar los precios. Si bien es natural que muchos se resistan a modificar su dieta, a la larga virtualmente todos tendrán que hacerlo. De subir en el resto del mundo el precio de la carne o del trigo, al país le convendría sacar pleno provecho del fenómeno, lo que no podría hacer a menos que nos resignemos a que la Argentina forme parte de la economía internacional y por lo tanto le sería contraproducente intentar mantener sin cambios un sistema de precios apropiado para un momento determinado, tomándolo por "normal".
El boom de los commodities privilegia a países como el nuestro que están en condiciones de producirlas en abundancia, pero esto no quiere decir que no nos sea necesario ajustarnos a nuevas realidades. Tendremos que pagar un precio muy elevado por la voluntad del presidente Néstor Kirchner de impedir que las tarifas energéticas se alejen de los niveles imperantes en los años noventa y nos sería igualmente costoso si el gobierno actual tratara de hacer lo mismo con la carne y otros productos alimentarios. Mal que les pese a aquellos funcionarios como el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, que están obsesivamente resueltos a congelar los precios de casi todos los bienes y servicios, nuestra economía es de mercado. En última instancia, los precios serán fijados por la oferta y la demanda. Si el objetivo consiste en proteger a los sectores de recursos más limitados, será mejor hacerlo sin emplear medidas coercitivas que, además de causar distorsiones que tarde o temprano tendrán que corregirse, frenan la producción y de este modo terminan afectando negativamente a la mayoría, cuyos ingresos siempre dependerán de las vicisitudes del conjunto.