e ser sólo una cuestión de deplorar al unísono la violación de la soberanía ecuatoriana por parte de las fuerzas armadas colombianas, de este modo subrayando la presunta vocación pacifista de toda América Latina, encontrar una salida del pantanoso berenjenal andino sería relativamente fácil. Incluso el presidente Álvaro Uribe se sintió constreñido a manifestar su contrición por lo ocurrido la semana pasada, cuando sus soldados asestaron a las FARC un golpe devastador matando a su comandante.
Pero por desgracia hay algo más en juego que el respeto debido a un principio que todos los mandatarios de la región juran venerar. Si, como se sospecha, el gobierno actual de Ecuador permitía que su territorio fuera usado por las FARC, forzó a los colombianos a elegir entre tratarlo como un cobeligerante, declarándole la guerra, y limitarse a emprender una incursión oportunista cuando a su juicio los beneficios militares de hacerlo resultarían suficientes como para compensar la previsible tormenta diplomática. De dichas alternativas, la segunda era con toda seguridad la menos mala. Y en efecto, Uribe logró decapitar a las FARC a costa de tener que soportar un torrente de abuso chavista y declaraciones altisonantes formuladas por los demás presidentes de la región. Desde su punto de vista, valió la pena.
Una tercera opción, una que según parece contaría con la adhesión entusiasta de casi todos los cancilleres latinoamericanos, consistiría en que Uribe se resignara a que las FARC dispusieran de santuarios intocables ubicados allende la frontera desde los cuales podrían seguir atacando tanto al ejército colombiano como a la población civil. Por razones evidentes, no la consideró. Aunque los demás gobiernos de la región se han mostrado decididamente reacios a enfrentar el desafío planteado por los narcoguerrilleros que tantos estragos siguen provocando, el colombiano no pudo darse semejante lujo. Mal que les pese a los demás, tiene que anteponer el bienestar de sus compatriotas a los sentimientos ajenos. Tampoco pudo continuar tolerando que el presidente venezolano Hugo Chávez tratara a las FARC como una formación especial de su propio movimiento bolivariano, brindándoles ayuda política, diplomática y material.
He aquí la razón principal por la que el espectro de la guerra se ha cernido sobre Venezuela, Ecuador y Colombia. Si no fuera por la simpatía evidente que sienten Chávez y Correa por las FARC, no se hubieran producido el operativo inconsulto en que murió Reyes y fueron capturadas varias computadoras portátiles, que según parece están atiborradas de información acerca de los vínculos de los dos presidentes con los guerrilleros y narcotraficantes, ni las amenazas bélicas y la movilización de tropas que lo siguieron. Los ecuatorianos afirman tener bajo control su lado de la frontera, pero el que las FARC hayan podido establecer un campamento sin perturbarlos significa que no están en condiciones de hacerlo o que el gobierno de Correa ordenó a sus patrullas hacer la vista gorda ante las actividades de invasores, a menos que éstos llevaran el uniforme del Ejército regular colombiano.
Chávez no intentó disimular el hecho de que para él la muerte del líder de las FARC, Raúl Reyes, el que en su opinión era un "buen revolucionario", fuera un revés doloroso. Fue por eso que durante algunos días dio a entender que pronto estallaría una guerra con Colombia, aunque visitantes a la zona fronteriza no tardaron en concluir que sólo se trataba de las bravuconadas huecas que son típicas de un personaje cuya retórica fogosa no necesariamente refleja sus intenciones reales. Asimismo, a juzgar por las palabras conmovedoras que pronunció al enterarse de la forma en que murieron Reyes y una veintena de sus acompañantes, el presidente ecuatoriano Rafael Correa también está de luto por un sujeto que fue culpable, directa o indirectamente, de una cantidad enorme de crímenes de lesa humanidad.
Demás está decir que el apoyo que reciben las FARC de Chávez y, es de suponer, de Correa plantea un problema que es mucho más grave que el supuesto por la violación de la soberanía de Ecuador. Incidentes como aquél se dan de vez en cuando en muchas partes del mundo y, luego de un intercambio de notas diplomáticas cuidadosamente calibradas, siempre y cuando los gobiernos afectados no quieran aprovecharlos, suelen superarse. En cambio, será necesario mucho más que algunas palabras, por elocuentes que sean, para solucionar los problemas que ya ha causado y seguirá causando la simpatía manifiesta de los presidentes de dos países, Venezuela y Ecuador, por una agrupación armada sumamente brutal que lucha por derrocar al gobierno democráticamente elegido de un vecino, Colombia.
La pasividad del resto de América Latina frente a la conducta de Chávez y, últimamente, de Correa puede atribuirse a la escasa voluntad de sus gobernantes de involucrarse en situaciones conflictivas. Por temor a la reacción de la ultraizquierda local y, claro está, por no querer esforzarse, los gobiernos de la región se han resistido a solidarizarse con el pueblo colombiano so pretexto de que hacerlo equivaldría a colaborar con el "derechista" Uribe y asumir una postura similar a la adoptada por Estados Unidos. Y ni siquiera los crímenes perpetrados sistemáticamente por las FARC -los secuestros, los asesinatos, la tortura y los atentados indiscriminados- los han convencido de que son terroristas y no miembros de un movimiento de liberación, acaso equivocado, pero así y todo de algún modo legítimo.
Cargar las tintas para condenar a Colombia por haber violado el espacio ecuatoriano es fácil. Sólo es preciso pronunciar las palabras apropiadas para tales ocasiones, reivindicando por enésima vez la adhesión propia al principio de la no intervención. En cambio, reconocer que las FARC y sus aliados, comenzando con Chávez, plantean una grave amenaza a la paz en toda América Latina -ya que a ellos no se les ocurriría respetar soberanía alguna- obligaría a los gobiernos de la región a tomar medidas concretas no sólo contra los narcoguerrilleros sino también contra quienes los respaldan. Demás está decir que han preferido actuar como si a su entender se tratara exclusivamente de un asunto interno colombiano y por lo tanto pudieran limitarse a desempeñar el papel de espectadores críticos que se rasgan las vestiduras cuando sucede algo feo sin preguntarse si su propia pasividad, o peor, no habrá contribuido a crear la situación que dicen lamentar.
JAMES NEILSON