Miércoles 05 de Marzo de 2008 Edicion impresa pag. 52 > Cultura y Espectaculos
Olmedo siempre estuvo cerca
Hace exactamente dos décadas moría uno de los cómicos más populares que tuvo el país. Dueño de un estilo único, basado en la improvisación y la caracterización de personajes típicamente argentinos, "El Negro" es leyenda.

Suele suceder: algunos personajes terminan de moldearse en la arcilla de la leyenda después de muertos. Alberto Olmedo trepó alto en la cuesta del éxito. Pero tras su muerte, subió aún más, a la cumbre del mito. Una muerte que ocurrió exactamente veinte años atrás, un 5 de marzo de 1988, cuando un descuido, un juego absurdo en un balcón, o la mezcla de ambos, terminaron con su vida cuando cayó desde el piso once de un edificio de Mar del Plata.

Los hilos con los que se teje el mito ya estaban tendidos. Aquel hombre sin infancia y con un padre ausente, que tuvo una vida ajena al brillo que conoció después, supo durante su carrera agregarle los condimentos necesarios. Pero además, supo crear en la pantalla unos personajes que pintaban todos los colores de los esteriotipos argentinos: fue manosanta, vivo criollo, chanta, descarriado, mujeriego, general de una republiqueta que se parecía demasiado a la nuestra, trabajador explotado y empleado servil.

En una época en la que el rating no era el dueño del mercado, él fue el rey Midas. Allá por los ochenta supo cosechar impensables 40 puntos de rating con su "No toca botón" , siempre rodeado de mujeres que por aquella época alimentaban la fantasía popular.

Su humor era chabacano, es cierto, pero sobre todo popular. Tuvo que pasar su muerte para que todo aquel desparpajo frente a cámaras, aquella costumbre tan suya (de su Rucucú) de mostrar el lado oscuro de los decorados se convirtiera en un estilo hoy tan revisitado; para que el "chivo" accediera a la categoría de género (cómo olvidar aquel "Savoy" con el que el cómico no sólo decía ya voy sino que publicitaba una conocida vinería de Buenos Aires); para que la improvisación con la que sabía sortear los guiones, se convirtiera en mérito.

Sus biógrafos coinciden, sin embargo, en que detrás de aquella máscara de hombre alegre y despreocupado se escondía la clásica leyenda del bufón triste. No había sainete entre las paredes de su vida. Allí detrás, quedaba el hombre que sufrió en su infancia la pobreza y la ausencia paterna; el que tuvo que salir de chico en bicicleta a repartir frutas y verduras por su pobre barrio de Pichincha, en su Rosario natal, y también el hombre que se escondía detrás de la risa, y se quedaba dormido entre los decorados, agotado como estaba, en los estudios de televisión. "Se dice que los cómicos somos tristes, y es verdad. Tenemos un trasfondo trágico, muy triste. Hacer reír no es algo que venga solo, hay que esforzarse. Quizás a mí me es más fácil que a otros. Dios me dio ese don, pero es jodido, me desgastó mucho. Siento que me voy desinflando, que se me acaban las pilas, y salgo del canal arrastrándome. No sé cómo el cuerpo aguanta todo eso", le dijo Olmedo a su biógrafo Rubén Tizziani.

Del otro lado de la tragedia, en esa sutil mezcla que hace que el personaje se vuelva leyenda, se inscribe su creación de "El capital Piluso", que acompañó a varias generaciones a la hora de la merienda; también aquella dupla que formó con Javier Portales, donde muchos quisieron ver al Laurel & Hardy versión criolla; las películas con Susana Giménez; aquel mal chiste que hizo ante las cámaras, en 1976, cuando anunció la "desaparición física" de Olmedo, en plena dictadura, y le costó dos años fuera de la tevé.

Entre el lado trágico, los excesos de su vida, y el éxito, Olmedo armó su leyenda: con chispazos de genialidad, con la complicidad de un público que lo siguió fielmente hasta el final y mucho más allá, y con los retazos que supo conseguir de nuestra tevé.

 

VERÓNICA BONACCHI

vbonacchi@rionegro.com.ar

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