Evito salir en auto entre las 7:45 y 8:30, una de las llamadas "horas pico". Usted sabe, la calle, el mundo, se pone difícil. Alguna vez la he bautizado la hora de los locos, y hoy fui una de las locas al volante. Así que manejé sobreviviendo entre calles, motocicletas, multitrochas, camionetas, rotondas, autos, semáforos, camiones, peajes, bocinazos, miles de solcitos en mis parabrisas, ¡de tan sucios que están!, bicicletas...
Y ahí me paro, por dos razones fundamentales: el semáforo en rojo y los tipos de las bicicletas. Se me aparecieron, en una esquina más que céntrica, desquiciadamente ordenada por el semáforo. Al margen ¿o debo decir a contramano? A contrahorario, a contraapuro... una verdadera provocación.
Imagínelo: yo primera en la fila y ellos dos a mi derecha, exactamente en la ochava de la vereda, a centímetros del vértigo mañanero. Uno, apoyada la bici en precario equilibrio justamente en la parte más convexa, sentado hacia fuera, ambos pies apoyados en el cemento; el otro, sentado cual si fuera a arrancar pero no, también la había convertido en un confortable sillón y mientras ambos manubrios permanecían milagrosamente inmóviles, ellos charlaban, reían a las carcajadas y hacían un montón de ademanes que a su vez, les causaban más gracia.
Seguramente estaremos de acuerdo en que no es raro ver gente charlando en las esquinas estratégicas de una ciudad, pero cualquiera se da cuenta que sus ademanes exasperados, sus rictus agresivos, sus ceños fruncidos, pueden ser un micrófono de sus desventuras bancarias o lo que aumentó la luz y qué desastre este país, es decir, su parada matinal está en consonancia con el ejército (o rebaño) de metal que ocupa las calles.
Tampoco nos sorprendería una parejita besándose apasionadamente mientras a su alrededor el otro ejército (o rebaño) trata de esquivarlos con el cuerpo y con la vista. O un grupito desmayado en cualquier pared, la mirada perdida en su éxtasis artificial del que huye del infierno real. O cualquier expresión de la marginalidad que supimos conseguir: lavacoches que se abalanzan sobre los autos, o la mujer con el bebé pidiendo limosna -ella también evitada con el cuerpo y con la vista-, la naturalización de quienes se cayeron de la cinta transportadora del sistema.
Incluso se puede atisbar, si el tiempo breve del cambio de rojo a verde lo permite, a quienes en pequeños barcitos se aislaron por un rato, bien que ayudados por puertas, paredes, mozos y café con diarios.
Pero dígame si es común que en esa hora afiebrada, dos tipos sentados en sus bicicletas charlen y se rían, importándoles un pepino el rugido de motores, la agresividad de las bocinas, las nubes tóxicas que quedan en el aire quieto, dos tipos de cuarenta y pico construyendo un espacio y un tiempo propio, sin más herramientas que sus cuerpos y sus almas. Sí, a contramano de todo.
O quizás eran ellos los que estaban marchando en la dirección correcta, en el andarivel de las plantas y los pájaros y los niñitos chicos, esos que como dice un graffiti nada menos que en la pared de una escuela, todavía no pertenecen al otro ejército (o rebaño) que "a los cinco años dejó de aprender para ir al colegio".
Y todos los demás -yo, usted- quizás seamos los que, a esa hora malvada, estemos a contramano de la amistad, de la risa y la palabra evocadora que teje historias que nunca sabremos, cuestiones éstas menos efímeras que el pase del rojo al verde, al que me obligó el impaciente bocinazo del tipo de atrás.
Todo el día ese instante precioso me ha seguido acompañando, o redimido, no sé; ellos tampoco (me refiero a los tipos de las bicicletas) lo sabrán nunca, y quizás así son los regalos sin papel celofán y tarjetita: un don gratuito, un instante que desafía las reglas de juego. Que juega.