Aquellos políticos o funcionarios norteamericanos que por algún motivo se ven constreñidos a opinar sobre América Latina suelen aprovechar la oportunidad para lamentar la propensión de quienes viven en "el patio trasero" a votar por demagogos populistas dispuestos a decir cualquier cosa que les sirva para congraciarse con el electorado. Si no fuera por eso, dicen, los países de América Latina no tardarían en enriquecerse. Asimismo, tanto los conservadores como los progresistas coinciden en que el populismo es un mal propio de sociedades inmaduras cuyos habitantes son tan crédulos que resulta fácil engañarlos con discursos ampulosos que una vez analizados no significan nada. Huelga decir que dan por descontado que sus propios compatriotas son mucho más racionales a la hora de elegir a sus líderes.
Sería razonable suponer que la retórica del precandidato demócrata Barack Hussein Obama, un hombre que bien podría ser el próximo presidente del país más poderoso de todos, alarmaría a quienes se jactan de estar más interesados en realidades concretas que en vaciedades emocionantes, pero para desesperación de su contrincante Hillary Clinton, muy pocos parecen preocupados por lo que está sucediendo en su país. Lejos de querer obligar a Obama a bajar de las nubes y explicar en detalle lo que trae entre manos, la mayoría se afirma maravillada por su elocuencia -aunque nadie le ha atribuido una sola frase memorable- y por el mero hecho de que por primera vez una persona de raza mixta pudiera mudarse a la Casa Blanca. Desde el punto de vista de quienes piensan de este modo, Obama está ofreciendo a Estados Unidos la posibilidad de celebrar una ceremonia de expiación colectiva por los pecados de un pasado racista; por lo tanto, sería perverso negarse a confiar en él.
Los actos de campaña de Obama se asemejan a reuniones evangélicas, con el precandidato en el papel de predicador carismático. Lo adoran jóvenes que se desmayan cuando aparece y gritan su eslogan favorito, "¡sí podemos, sí podemos!", como los asistentes a ciertos servicios religiosos gritan "¡aleluya!" toda vez que el reverendo menciona a Jesús. Otros lo comparan con una estrella de rock, ya que lo que seduce a sus aficionados es la sensación de formar parte de una muchedumbre aglutinada por el entusiasmo compartido por la figura del jefe.
Lo mismo que muchos populistas latinoamericanos, Obama alude con frecuencia al "cambio" y a la importancia de la "esperanza". ¿En qué consistiría el "cambio"? Consciente de que los hay que quisieran saberlo, enfervoriza a los muchos que se juntan para escucharlo diciéndoles que "nosotros somos el cambio", o sea, que la llegada al poder del movimiento que encabeza sería un cambio más que suficiente. En cuanto a la "esperanza", Obama habla como si el pueblo norteamericano estuviera abrumado por penurias económicas, aunque sabe perfectamente bien que disfruta de un nivel de vida que es envidiado hasta por los europeos occidentales. Pero aunque incluso los considerados pobres a menudo tienen más que integrantes respetables de la clase media en otras latitudes, son muchos los norteamericanos que temen por el futuro económico, que sienten que la opulencia a la que están acostumbrados podría esfumarse.
Es a los que ven en la "globalización" una conspiración contra los estadounidenses que Obama dirige su mensaje proteccionista, comprometiéndose a impedir que sus empleos sean exportados a China o México. Quiere renegociar, por las buenas o por las malas, el tratado de libre comercio con los vecinos Canadá y México para que beneficie todavía más a los norteamericanos. La pretensión así supuesta resulta inquietante, ya que lo último que necesita el mundo hoy en día es que Estados Unidos asuma una postura económica nacionalista y aislacionista.
El proteccionismo aparte, las propuestas de Obama son vagas y por lo tanto misteriosas. Aunque se ha aseverado en favor del intervencionismo unilateral, dice que Estados Unidos debería anteponer sus propios intereses a los dictados de las Naciones Unidas, actuando en ocasiones como un sheriff planetario, y se proclamó listo para atacar zonas de Pakistán -una potencia nuclear con una población de casi 160 millones- en que operan terroristas islámicos, se opuso a la invasión de Irak que dio en tierra con el régimen de Saddam Hussein. Sin embargo, como todos los demás, afirma que la eventual retirada de las tropas dependería de las circunstancias.
También son misteriosas sus convicciones particulares. Como algunos escépticos han señalado, los norteamericanos saben menos de Obama que de cualquier otro aspirante presidencial con posibilidades genuinas en toda la historia de Estados Unidos. En tres años como senador por el Estado de Illinois, no ha sido responsable de ninguna iniciativa legislativa. No escribió nada para la revista legal de la Universidad de Harvard de la que fue director. De tratarse de otro candidato, su relación estrecha con diversas personalidades negras de ideas extremistas hubiera bastado como para desatar un escándalo que lo hundiría, pero a pesar de los esfuerzos de Hillary Clinton para forzarlo a decir lo que pensaba de su amigo, el antisemita notorio Louis Farrakhan que lidera una organización que se llama Nación del Islam, Obama pudo salir del brete con un par de evasivas.
Los deseosos de familiarizarse con el Obama auténtico, el político relativamente joven que está detrás de la imagen reluciente, subrayan que su madre, que falleció hace más de diez años, fue una antropóloga enamorada de tradiciones amenazadas por el capitalismo irrefrenable y lo que los comunistas califican de "compañera de ruta", es decir, una simpatizante comprometida, mientras que su esposa, Michelle -una abogada muy exitosa y óptimamente remunerada- raramente deja pasar una oportunidad para llamar la atención a lo terrible que es ser negra en Estados Unidos. Cuando hace poco Michelle dijo en público que por primera vez en su vida se sentía orgullosa de su país, sus palabras provocaron un pequeño revuelo, lo que puede entenderse por proceder de la boca de quien pronto podría ser la "primera dama", pero no parecieron perjudicar a su marido. Con todo, a esta altura es lícito preguntarse si en el fondo Obama comparte los sentimientos decididamente hostiles de su madre y su esposa al Estados Unidos tal y como es. Si la respuesta es afirmativa y, debajo de su superficie pulida, como ellas arde de rencor y quiere desquitarse por una larga serie de agravios históricos y humillaciones, no cabe duda de que su eventual presidencia sería muy pero muy interesante.
JAMES NEILSON