El año 2007 promete alumbrar un renovado sistema de partidos. Por fuera de muchas de las expectativas abiertas, esa renovación tendría asegurado el relanzamiento de transitadas identidades políticas y dirigencias ya probadas en algunas de las organizaciones partidarias que fueron actores de primera línea durante el siglo pasado. No hay dudas que a la vanguardia marcha el Partido Justicialista y el conocido interés de Néstor Kirchner por encabezar su proceso de reconversión. Paralelamente, aunque a paso más lento y rumbo incierto, se encamina el desvencijado radicalismo.
Formalmente, la reorganización de estos dos mundos partidarios daría por tierra con las interpretaciones que creen ver cómo la Argentina marcha hacia un tipo de sistema político basado en un partido único. Ahora bien, esa realidad tampoco nos indica ni desmiente la emergencia de un “sistema de partido hegemónico”, cuyo centro sería un omnipresente peronismo mientras orbita a su lado el devaluado radicalismo. O en todo caso dichas visiones son por demás prematuras. Porque, como bien nos enseña el conjunto de estudios disponibles sobre la dinámica de los sistemas de partidos, para que ello suceda debe superarse la prueba del tiempo. Por ejemplo, las ciencias políticas “descubrieron” al México del PRI como un sistema político de partido hegemónico recién entrados los años setenta, cuando aquel esquema de dominación cumplía medio siglo. Y lo cierto es que el largo capítulo democrático argentino iniciado en 1983 demostró que la alternancia fue posible, aunque resultara imperfecta a favor de los herederos partidarios del general Perón. Fuera de esta discusión el sistema de partidos por venir no puede dejar de lado la presencia y reconstrucción del resto de sus “partes”.
Dejando de lado la derecha política encabezada por el PRO y todos aquellos que hacen de la prepolítica su razón de existir –fundamentalmente la Coalición Cívica de Elisa Carrió–, y también el socialismo santafesino, la reorganización del sistema de partidos afecta el futuro de aquella centroizquierda que desde mayo del 2003 decidió acompañar al oficialismo kirchnerista. Sin dudas algo acontecerá con la reunión de la militancia de lo que quedó del desarticulado Frente Grande y otras corrientes de exiliados de varios partidos que también se disgregaron hace tiempo, como el Partido Comunista y el Partido Intransigente. También de aquellos que, si bien reivindican su pasado y hasta presente peronista, hace mucho que abandonaron la nave insignia del PJ. Algo similar ocurre con los restos del socialismo y el ARI y, sobre todo, con la dirigencia y militancia de los desarmados movimientos sociales del piqueterismo social y político. Lo cierto es que en algunos de esos lugares siguen ciertos jefes municipales aliados al oficialismo que revalidaron sus títulos en las pasadas elecciones, igual que un número menor de legisladores nacionales y un grupo más numeroso de hombres y mujeres que revisten dentro del funcionariado nacional, de provincias y en ámbitos municipales.
Este conjunto variopinto y disperso tiene por delante dilemas de difícil resolución. Cuenta para ello con una larga historia de desconfianzas y desaciertos. No hay dudas de que el fracaso de la experiencia de la Alianza ha sido su capitulo más inmediato y de mayor dramatismo, superado apenas por las expectativas generadas con el primer Kirchner y la manera en que éste procesara la agenda heredada de derechos humanos y la reconstrucción de la autoridad política del país.
Destaquemos estos dilemas. El primero remite a la necesidad de estar a bordo del mismo barco en que navega el grueso de la clase trabajadora. El acompañamiento le daría al oficialismo esa oportunidad de competir en la distribución de espacios de poder dentro del mundo de la representación obrera. Hasta la fecha ha resultado una empresa compleja si no marcada por el fracaso, tal lo demostrado por el derrotero de la central obrera paralela a la CGT. El otro gran desafío es que esa nave siga virando hacia la izquierda o, en todo caso, conserve dosis renovadas de una retórica y acciones de sesgo latinoamericanista, favorables a la lucha por los derechos humanos. También la cuestión de la equidad social.
Por fuera de esos dilemas se encuentra el que hace a la organización partidaria. Cuenta entonces la eventual centralización de lo que hoy se halla disperso dentro del universo de centroizquierda. En ese sentido dicho problema se liga al de la reconstrucción de un liderazgo nacional. En el corto tiempo parece poco probable que se repita la llegada de un émulo de Carlos “Chacho” Álvarez de los tiempos del Frente Grande-Frepaso. Podría darse la emergencia de varios líderes locales y agrupaciones con dispar presencia regional que no requiera de una centralización de viejo cuño y se decida por algo así como un “petit” Olivo, en referencia a la coalición montada en Italia hacia el año 1996 que arribara al poder dos años después. Pero entre los argentinos no contamos con una suerte de partido “eje” como sí tuvieron los italianos en el entonces Partido de los Democráticos de Izquierda (ex Partido Comunista Italiano). Lo cierto es que la razón de existir organizadamente para los signatarios de ese hipotético Olivo argentino sería el sentirse socios significativos dentro una coalición mayor entre el peronismo kirchnerista y, eventualmente, con un radicalismo también oficialista. A pesar de estos últimos –que seguirían gobernando provincias e intendencias, como en la actualidad–, la debilidad territorial de la centroizquierda oficialista debería reemplazarse con una real cuota electoral en distritos exigentes (¿cercana al 10%?) para hacer posible cierto potencial de “chantaje” como si estuvieran construyendo una coalición parlamentaria. Para ello deberían ganar en autonomía y evitar eventualmente una excesiva “peronización kirchnerista”. Y aquí aparece un nuevo dilema válido para gran parte de la reconstrucción del sistema de partidos: la renovación de la militancia. Un problema no menor para una centroizquierda que hoy cuenta con cuadros “envejecidos”, protagonistas de muchas batallas, que en general fueron las segundas líneas dirigenciales de sus partidos de origen y que en los últimos quince años han saltado de una expresión política a otra; dirigencia que deberá lidiar con cuadros en ascenso y cuya mayor experiencia política para acreditar ha sido ocupar posiciones no electivas dentro de la burocracia estatal. En definitiva, hablamos del choque entre una vieja y otra nueva dirigencia más pragmática.
Los dilemas de la centroizquierda parecen ser muchos. Su capacidad por pensarse de otra manera marcará el ritmo de la historia partidaria por venir, aunque les toque el lugar de actores de reparto.
Gabriel Rafart (Profesor de Derecho Político de la UNC)