| Cuando se apaga el televisor, ellas recuperan su presencia. Siempre están ahí, hieráticas y hermosas, y no importa si fueron la transacción en un puesto de artesanía hace mucho. Ahora se adueñaron de mi pared, emergen de ella, algo más que máscaras de cuero: son rostros sin edad ni sexo, cubiertos con velos a los que el viento del desierto debe aún azotar hacia un costado, y sus ojos profundos están desmesuradamente abiertos, saliendo casi del rostro. No puedo mirarlas mucho tiempo, porque sus miradas son puentes que me animan a descubrir su territorio...tengo miedo de esas vastedades, de esa soledad... ¡yo, desde la Patagonia! Debería estar más preparada. Porque podría, sin violar el espíritu del artista, colocarlas enhiestas, con nuestros farallones de fondo, o frente a ese mar implacable rodeado de verde hostil y rocas milenarias. Entonces la vista, ahíta de tanto ocre, sigue hacia la izquierda buscando la vistosidad de las efigies de Bali y Perú. Colores, colores, tramposos colores. No hay reposo en ustedes, habitantes de otros mundos tan extraños como sus hermanas desérticas. Y al contrario de éstas, ahora los verdes y rojos y negros y amarillos y más verdes y azules encubren -descubren- expresiones con algo de amenaza en tanto colmillo, tanto anillado enroscándose, desenroscándose y picos y garras...fuera, fuera, dicen ellas, prisioneras de mi pared. Nunca te quisimos en nuestras selvas ni en nuestros volcanes, fuera, o los dioses se enojarán. Se enojaron, sí que se enojaron, rugieron y quemaron, azotaron y mataron con las fuerzas de la naturaleza y las fuerzas armadas del hombre. Y luego viene el alivio: Miró me mira, es todo explicito y juguetón, es territorio conocido y no hay amenaza ni misterio, sólo alegría y líneas y el gato mirando a la luna, el gato que son varios -o siempre el mismo, que la mira desde todos los lugares que mira un gato -y mariposas que emergen del larguísimo bigote del gato, y manchas y estrellas y por ahí está la luna, el pretexto de este alarde de genialidad que parecen los dibujos de un niño pero no. Me agobian tantas ventanas a otros mundos, necesito cerrar los ojos y no olvidar que a mi derecha, la cordura (¿la cordura?) está preservada por el cotidiano vidrio, y las comunes cortinas y los sonidos rutinarios de seres humanos, los sonidos rutinarios de seres metálicos, que pasan en el rabo del ojo cuando me sumerjo en alguno de los misterios de las máscaras manteniéndome acá, de este lado del espejo. Atrás, me acecha Dalí, desde una ensoñadora África que, sé porque lo he mirado mil veces, se diluye una figura en otra, los ojos profundos de Gala son la entrada de un cueva y la hilera de hombres y mujeres en la lejanía se confunde con el horizonte y es lo mismo y siempre digo que Dalí pinta mis sueños, esa cualidad inespacial, intemporal, donde sólo él, con esa cara desquiciada y esa mano abalanzándose hacia quien mira, es concreto. Y flanqueando tanta línea difusa, están otras dos máscaras totémicas, más africanas que aquella África de hombre occidental: dos rostros tallados engañosamente toscos, hasta que la vista sigue las delicadas simetrías de rombos y curvaturas y se detiene en la boca y ojos que son huecos, de tal modo que toman el color del fondo; pero resulta estremecedor imaginarlas como lo que fueron, ceremonias y danzas, caras pintadas de animales o dioses o rivales, y... la puerta me salva. La puerta es mi obra, un vitró de flores y hojas y agua, rojo y verde, luz y color casi infantil, que puedo ver reflejados en las máscaras y que me recuerdan que soy yo, que estoy aquí. MARÍA EMILIA SALTO bebasalto@hotmail.com | |