Para desconcierto de los muchos que hubieran preferido que los musulmanes y los demás aprendieran a convivir pacíficamente en base a la tolerancia mutua, todos los días se producen incidentes que hacen temer que la relación entre el islam y "los infieles" sea cada vez más conflictiva. Mientras que los primeros exigen que todos traten al profeta Mahoma con la veneración que según ellos le es debida, muchos occidentales insisten en que, como cualquier otra figura religiosa, incluyendo desde luego a Jesucristo, tienen derecho a mofarse tanto de él como de sus seguidores. Desde hace más de una semana Dinamarca se ha visto agitada por disturbios callejeros protagonizados por inmigrantes jóvenes enfurecidos por la reimpresión por todos los diarios importantes del país de las caricaturas de Mahoma que dos años antes desataron una ola de violencia en casi todo el mundo musulmán. Los diarios reaccionaron así frente al descubrimiento de una célula islamista que planeaba asesinar a un dibujante: fue su forma de solidarizarse con el amenazado y subrayar su compromiso con la libertad de expresión. Asimismo, se prevé que, de difundirse en los próximos días una película crítica acerca del islam que fue hecha por un político local, Holanda será escenario de protestas aún más violentas.

Pero no sólo se trata de la ira ya rutinaria que suelen manifestar extremistas musulmanes que viven en Europa y que aprovechan toda oportunidad que se da para reclamar más "respeto" por sus tradiciones. En muchos países islámicos la reaparición de aquellas caricaturas danesas provocó protestas airadas en que, como es habitual, los participantes pidieron la pena de muerte para los dibujantes daneses. Por su parte, el gobierno iraní advirtió al holandés sobre que tendría graves problemas si permitiera la difusión de una película anti-islámica. Merced a internet, caricaturas, escritos y declaraciones que en el pasado no hubieran tenido ninguna repercusión fuera del país de origen, sobre todo de tratarase de uno pequeño cuyo idioma muy pocos entendieran, pueden hoy en día desencadenar instantáneamente protestas mortíferas en lugares a miles de kilómetros de distancia.

Cuando es cuestión de temas que podrían molestar a los musulmanes, la autocensura ya es normal en Europa. Muchos políticos, escritores y académicos que se han negado a dejarse silenciar tienen que vivir en la clandestinidad o protegidos por guardaespaldas. Por lo demás, los activistas religiosos se han mostrado expertos en el arte de emplear legislación contra la discriminación racial para hostigar a quienes se animan a criticar sus prácticas menos atractivas. Con todo, hay indicios de que la actitud de las elites intelectuales y políticas está cambiando. Si bien una minoría "políticamente correcta" aún parece dispuesta a ir a virtualmente cualquier extremo a fin de convencer a los militantes musulmanes de que no los considera enemigos, con frecuencia creciente se oyen las voces de quienes señalan que sería suicida tolerar a los intolerantes o procurar apaciguarlos con legislación que limitara la libertad de expresión que permitió el estallido de creatividad que posibilitó el progreso material, social e intelectual de la civilización occidental.

Por desgracia, la toma de conciencia así supuesta se ha producido demasiado tarde como para impedir que los presuntos líderes de las nutridas comunidades musulmanas que viven en el Occidente se acostumbraran a la idea de que pueden conseguir todo cuanto quieran mediante amenazas sanguinarias y protestas callejeras violentas. De haberles enseñado mucho antes que tendrían que respetar el derecho de quienes no comparten sus creencias a criticarlas o a burlarse de ellas, sería con toda seguridad menor el peligro de que sea violento el llamado "choque de civilizaciones", es decir, el enfrentamiento del islamismo tradicional revitalizado con el Occidente mayormente laico. Al ceder tanto en nombre del deber de todos los formados en el seno de culturas de origen europeo a respetar las creencias ajenas, las elites europeas ayudaron a fortalecer a los enemigos jurados de la libertad que, persuadidos de que podrían amenazarlos con impunidad, continuarán intentando convencer por las buenas o por las malas a los no creyentes de que les convendría someterse a sus exigencias.