En una frase dedicada a la historia -y que ha quedado en la historia- Carlos Marx escribió que "los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre albedrío, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con las que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado".
Fidel Castro hizo -qué duda puede caber- no sólo su propia historia sino la de su país, Cuba, en el último medio siglo. Es un caso revelador -el de Cuba y Castro como el de Francia y Napoleón, o el de Rusia y Lenin o el de la Argentina y Perón- de cómo hay personalidades que, por su sola acción, pueden torcer el rumbo histórico de sus países y aun el del mundo, como pasó con las grandes revoluciones de Francia y Rusia.
De la Revolución Cubana, así llamada desde el derrocamiento de uno entre tantos dictadores caribeños, Fulgencio Batista, no podría decirse lo mismo, pero sí que ha dejado una marca imborrable en América. La consigna que coreaban los estudiantes sesentistas en actos y asambleas, que decía "Fidel, Fidel, qué tiene Fidel, que todos los yanquis no pueden con él", vino a ser una realidad con el fin del milenio. Porque, en efecto, los gobiernos que se sucedieron en el gran país del Norte, demócratas o republicanos, no pudieron con él, ni por la vía del apoyo a invasiones militares como la de la Bahía de Cochinos, o del asesinato, tal cual lo reveló el capomafia Sam Giancana.
Pero tampoco Fidel pudo con "aquellas circunstancias" a las que podríamos identificar con el nombre genérico de capitalismo. Está claro hoy en Cuba, al cabo de 50 años de la "dictadura del proletariado" que debió ser el paso transicional entre el capitalismo y el comunismo, que la salvación de la economía cubana llegará por el capitalismo, aunque no el mismo que -tal cual lo muestra el filme "El Padrino"- hacía la felicidad de los capos del juego y la droga.
Un ejemplo a la mano es la industria turística, que sólo ha podido evolucionar gracias al aporte privado de poderosas cadenas hoteleras. Otro, pequeño, es el de los restoranes habaneros de propiedad privada llamados "paladares" que, en algunos casos, han logrado prosperar merced al incontenible impulso de emprendedores que se las han arreglado para romper las trabas burocráticas que les impiden progresar.
Fidel hizo públicos sus objetivos comunistas cuando en 1961, ya abierto el enfrentamiento con Estados Unidos después de la reforma agraria y la crisis del petróleo, se volcó hacia la Unión Soviética y proclamó "soy marxista leninista y lo seré toda mi vida".
Esa década fue la de la Tricontinental -una iniciativa de corta vida que se propuso reunir a gobiernos y militantes del Tercer Mundo- y de la Segunda Declaración de la Habana, un texto que, leído por Fidel, proclamaba que "esta humanidad ha dicho basta (al capitalismo) y ha echado a andar, y su marcha no se detendrá jamás", y que finalizaba marcando un camino a quienes sólo hablaban de la revolución: "El deber de todo revolucionario es hacer la revolución".
Esa voluntad de extender la revolución a otros países -que ya habían revelado en su tiempo franceses y rusos- se tradujo en un enfrentamiento con los partidos comunistas latinoamericanos -el argentino en particular- que reclamaban madurez y cuestionaban el "aventurerismo". Fidel les contestó en un acto que recordó al ataque al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1966, cuando dijo "los maduros, los supermaduros, han madurado tanto que se han podrido".
Unos meses después, mientras las frágiles democracias sudamericanas eran sustituidas por dictaduras militares, el Che emprendía su aventura revolucionaria en Bolivia. Con la consigna de que "una sola chispa puede encender la pradera" Mao había llegado al poder en China. El Che creía que un "foco" guerrillero podía convocar al campesinado boliviano. Para sustentar esa posibilidad Regis Debray había escrito un librito titulado "Revolución en la revolución", que en Cuba circulaba como un texto casi oficial. Sin extremar el esfuerzo teórico, el autor sostenía, contra las tesis marxistas, que los campesinos eran más aptos para la revolución que los trabajadores urbanos porque no tenían acceso a los bienes de consumo que ofrece el sistema capitalista. Pero en Bolivia, aun sin gaseosas ni jeans, los campesinos, o fueron indiferentes al paso de la columna del Che, o fueron informantes del Ejército.
En la Rusia de fines del siglo XIX, Lenin había descalificado al grupo terrorista "La voluntad del pueblo", diciendo que si los 400 años de autocracia zarista no habían conseguido levantar al pueblo contra sus opresores mal podría lograrlo un grupo de iluminados. Tampoco pudo el voluntarismo foquista, al que Cuba dio apoyo material y político, encabezar la rebelión de los pueblos latinoamericanos. Ése fue un error de un alto costo en vidas.
En 1957 acompañé en Buenos Aires a una misión del Movimiento 26 de Julio, que Fidel había fundado y lideraba desde la Sierra Maestra, en gira por países sudamericanos para propagandizar el programa democrático de los rebeldes. La encabezaba Dysis Guira, compañera del dirigente socialista argentino Abel Latendorff. Recuerdo que el grupo fue recibido y homenajeado en el diario "La Prensa", devuelto por la "Revolución Libertadora" a sus dueños, defensores del ideario de la derecha liberal argentina.
Hoy, al cabo de una historia pobremente reseñada en este texto, Fidel Castro se va. Lo curioso es que, aun cuando se pueda tener a su paso de medio siglo por el poder como una dictadura -y a él, por lo tanto, como un dictador- muchos gobernantes y políticos que militan en las filas del liberalismo que profesaba "La Prensa" quizá lo despidan con alivio, pero de labios afuera lo tratan con admiración y respeto. Saben que no es ni Franco ni Pinochet. Y saben que, entre tantos que en la segunda mitad del siglo XX quisieron poner un freno al avance de Estados Unidos, fue el único que se atrevió. Que se atrevió y pudo.
JORGE GADANO
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