Cuando uno prevé cosas desagradables y graves, suele ser catalogado como catastrofista. Por ejemplo, cuando uno analiza una situación y su tendencia y extrapola esa tendencia, puede llegar a un abismo, una catástrofe. A nadie le gusta que le predigan una catástrofe: es mucho más tranquilizante convencerse de que el predictor se equivoca, que se basa en datos erróneos, que olvida factores esenciales, que se basa en demasiados preconceptos... aun que es reaccionario y que, para evitar la catástrofe, quisiera volver hacia atrás el movimiento iniciado que, según sus cálculos catastrofistas, conduce a un abismo.
En un famoso caso del pasado, hubo algunos que, en 1929, poco antes del derrumbe de las bolsas en todo el mundo, cuando el crecimiento de los valores parecía inevitable, cuando se vivía un auge bursátil sin precedentes, predijeron que la bonanza era ficticia y que todo iba a estallar pronto. Fueron los aguafiestas... los catastrofistas.
Se ha aprendido algo de la crisis de 1929. Cuando ahora se vislumbran síntomas alarmantes como la pinchadura de un globo especulativo más, el Tesoro del país que más predica la política de dejar que las cosas ocurran sin intervenir -laissez faire, laissez passer- manipula un poco las tasas de interés y ojalá logre evitar la hecatombe, como la que lanzó al mundo entero en una recesión de la que sólo consiguió salir a costa de una guerra mundial y de 50 millones de muertos. No quiero decir con esto que la Segunda Guerra Mundial tuvo como causa directa ni indirecta la crisis de 1929, pero el hecho es que recién la guerra permitió a los EE. UU. salir de su recesión.
La catástrofe a la que nos aproximamos ahora es aún más grave, porque incluye la destrucción de la naturaleza que nos ha dado sustento durante millones años; la reciente conferencia del IPCC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático) en Bali muestra que no se vislumbra modo alguno de evitarla, por más que cada vez es mayor la cantidad de expertos que ven aproximarse el abismo con los ojos abiertos, mientras los que deciden les hacen caso omiso porque los intereses financieros son más importantes. La referencia al IPCC parecería indicar que hablo solamente de una crisis climática, pero en el fondo se tratará de una crisis global, de la cual lo climático formará parte y, sobre todo, será una de sus causas principales.
La catástrofe se producirá porque la única manera de evitarla sería que toda la humanidad cambiara en pocos años todo su estilo de vida. Este estilo de vida, que nos es continuamente presentado en los medios como el colmo de lo deseable, tiene el problema gravísimo de que no es sostenible salvo que se mantengan las actuales pautas de distribución de la riqueza, en las que el 10% de la población humana gasta el 80% de sus recursos, mientras por lo menos un sexto de la humanidad carece de los medios de vida más elementales y otro 40% vive en una pobreza extrema, mientras aspira a alcanzar los niveles de consumo de los países más desarrollados. Estos niveles les son continuamente presentados por la publicidad como lo más deseable. En cambio, se fomenta constantemente el individualismo y, según las fallidas teorías económicas clásicas y neoliberales, la superposición de egoísmos es la mejor manera de fomentar el bienestar de todos: la célebre "mano invisible" del mercado que dará a cada cual lo suyo. A doscientos años de la Biblia del liberalismo, "La riqueza de las Naciones" de Adam Smith, aquellos que han salido ganadores de esta carrera imposible siguen manteniendo la unidad de la especie humana y sosteniendo esta teoría, que ha producido un mundo tecnológicamente milagroso pero humanamente deplorable.
Durante el siglo XX se hicieron intentos de organizar las sociedades de otro modo. El comunismo condujo a aberrantes tiranías; vale la pena preguntarse por qué no se mantuvieron el igualitarismo y la libertad de los primeros años de la Revolución Rusa, y hay bibliotecas enteras dedicadas a esos temas. El dogmatismo de Lenin, su teoría del Partido Guía y su temprana muerte, más el acoso de las potencias capitalistas deben haber jugado un papel importante en la evolución del totalitarismo soviético y ese ejemplo debe haber motorizado las aberraciones de la Revolución Cultural china y monstruosidades como la versión camboyana de ese sistema.
Cuando a comienzos de los años 1970 se publicó el estudio del Club de Roma sobre estos temas, se llegó a la conclusión de que, si se seguía creciendo como hasta entonces, se iban a agotar todos los recursos; por lo tanto, había que detener el crecimiento. En esa época, la Fundación Bariloche hizo un estudio para contradecirlo: mostró que las hipótesis erraban justamente en la idea de crecer como hasta entonces. Demostraron que si se dedicaban los recursos a resolver los problemas de la gente en vez de seguir como si nada pasara, para el año 2000 se podrían haber resuelto prácticamente todos los problemas básicos: alimentación, salud, vivienda, educación para la totalidad de la humanidad. Lo que debía cambiarse eran nada menos que los presupuestos básicos de la sociedad capitalista y reemplazar una sola sílaba en el verbo esencial del sistema: en vez de competir, compartir. Así de simple y así de imposible.
Hasta la biología demostraba esa hipótesis. Darwin había planteado la competencia entre las especies y entre los individuos como motor de la evolución. Margulis demostró que la etapa básica en la evolución -el paso de las bacterias a las células eucariotas que permitían la evolución de organismos multicelulares- era la simbiosis entre varios microorganismos, que formaron los cloroplastos, las mitocondrias y otros órganos internos necesarios para que la evolución avanzara más allá de los procariotes. Es decir, una vez más, colaborar en vez de competir. Pero la teoría de Darwin fue rápidamente adaptada a la vida de las sociedades ("darwinismo social") y usada como justificación de una vida de lucha y no de colaboración, e incluso de prácticas eugenésicas. A esto se agregaron los métodos médicos que permitieron disminuir enormemente la tasa natural de mortalidad infantil, con lo que la humanidad comenzó a crecer en número siguiendo el anacrónico mandato bíblico "creced y multiplicáos". Por qué razón era bueno que fuésemos cada vez más nunca se explicitó, pero lo que se nota es que son los más pobres los que se multiplican con mayor velocidad, probablemente para neutralizar la muerte de los recién nacidos y para tener un apoyo en la vejez. Así es que, ahora, la humanidad se duplica cada 40 años, aunque el mejoramiento del nivel de vida disminuye esta tasa exorbitante y se predice que la humanidad no crecerá indefinidamente sino que se estabilizará en aproximadamente el doble de la población actual.
Se ha demostrado que la teoría de Malthus era falsa, y la tecnología de la producción de alimentos puede ampliarse para alimentar a esa masa de gente, pero ¿por qué queremos ser tantos? Los avances de la tecnología agraria -que necesita cada vez menos campesinos- han hecho que los campesinos emigren hacia las ciudades y la urbanización es uno de los fenómenos más notables: pero los que acuden a las ciudades no ocupan barrios de clase media sino casuchas de lata o, si el clima lo permite, viven directamente en la calle. Sin embargo, las tradiciones religiosas más ortodoxas todas se oponen al control de la natalidad, en cumplimiento de aquel mandato bíblico de hace 3 ó 4.000 años, cuando éramos 200 millones y no 6.000.
Ahora bien, ¿por qué hablamos de una catástrofe sistémica? La palabra "sistema" se ha impuesto a la idea de que todo conjunto era solamente la superposición de elementos aislados: por ejemplo, personas o empresas. Se ha llegado a la conclusión de que el mundo no se puede dividir de esta manera en elementos separados, sino que todos éstos interactúan entre sí. Por eso, las advertencias del abismo, que son periódicamente lanzadas por hombres prominentes como el Dalai Lama, son escuchadas con respeto pero no se sacan las consecuencias. Ningún gobierno mira más allá de la próxima elección, ni ningún gerente, de la próxima asamblea de accionistas. El mundo está lanzado a un extremo de egoísmo y despilfarro y creo que ya no hay forma de detenerlo. Un gobierno que pretendiera actuar en contra de los intereses dominantes no duraría lo que un suspiro.
Imagínese nada más que alguien quisiera reducir el presupuesto militar del mundo a la décima parte... Las Naciones Unidas, que alguna vez fueron la esperanza de la humanidad, son cada vez menos relevantes. Los peores violadores de los derechos humanos de sus ciudadanos presiden sobre las comisiones de derechos humanos de la ONU; se prefiere sacrificar la alimentación de millones, a la sustitución de un 10% de los combustibles malgastados en vehículos superfluos, pero nadie quiere renunciar a tener dos o tres autos poderosos si puede costearlos, aunque luego pasen horas en autopistas saturadas. A todo este complejo entramado de intereses llamamos sistema global, y en la actualidad no hay decisión que pueda influenciar la evolución hacia la catástrofe. Sólo una especie de conversión religiosa universal de toda la humanidad o de la parte que toma las decisiones podría cambiar este sistema. Todos los sistemas religiosos, en cambio, proponen que la única forma del progreso colectivo es el progreso espiritual individual, que es sumamente lento y activamente resistido por todas las iglesias organizadas. De modo que hemos entablado una carrera en la que estamos casi seguros de perder. Tal vez los sobrevivientes hayan aprendido algo.
(*) Tecnólogo generalista.
TOMÁS BUCH (*)
Especial para "Río Negro"