Jueves 17 de Enero de 2008 Edicion impresa pag. 43 > Cultura y Espectaculos
MEDIOMUNDO: La lección de Juan
La familia de Juan jamás lo había visitado en sus horas de trabajo aunque él los mantenía sanos, alimentados y dignamente vestidos. Para la mujer y los dos hijos varones no era un asunto fácil pasar por la "oficina" de su padre. Después de todo, el hombre era mariscador y se ganaba el salario sumergido en las profundidades o, en el mejor de los casos, en cuclillas en las ariscas orillas de los islotes del sur.

Un día Juan quiso que los suyos supieran como era su vida cuando él estaba lejos. Como se sentía el viento en la cara y el sabor del mar quemando los labios. Subió a la Oriana y a sus chicos a la pequeña embarcación, despojada de las mínimas comodidades, y se los llevó a navegar por los canales. Ahí donde la geografía se vuelve un laberinto y aparece rota como si Dios la hubiera lanzado al vacío en un rapto de furia.

Pasaron una semana meciéndose como aves arriba del lomo de un cachalote. Haciendo sus necesidades básicas como podían en el borde de la embarcación y entre los matorrales que se prestaban para la ocasión en algún trozo accesible de tierra húmeda y resbalosa.Los días de lluvia se refugiaron en la ridícula cabina del bote, tan útil como un paraguas en una tormenta, y los de sol, calentaron el cuerpo igual que grandes lobos y gritaron de alegría por el privilegio de calentar su golpeada humanidad.

Pasaron de todo menos hambre. Todavía abunda en este rompecabezas infinito del sur, la comida pura y simple: pescados, choritos, choros, algas y frutos silvestres.

El viaje se prolongó todo lo necesario. Al final, a nadie le quedaban dudas acerca de lo que para Juan significaba irse al laburo a la mañana. Los chicos que estaban reticentes con la escuela, de pronto descubrieron que la rectitud de la señora de matemáticas era un riesgo juvenil aceptable si se lo comparaba con el humor cambiante y caprichoso de Poseidón. Uno proyectó convertirse en mecánico. El otro en carpintero de embarcaciones. Los dos se inscribieron en el industrial.

A Oriana el viaje no le gustó. Sus abuelos le habían contado historias de otras épocas en que subirse a la lancha era cosa tan común como el pan, pero ella había hecho un denodado esfuerzo por olvidar sus raíces. Quien ha sabido lo duro que puede resultar sobrevivir a costa de poner el lomo a la naturaleza, por lo general, no guarda tesoros perfumados en un pañuelo. Juan continúo en lo suyo. Qué otra posibilidad tenía: seguir hasta que más temprano que tarde el cuerpo le dijera basta. Porque al contrario que en las historias de Hemingway, en el sur del sur, no hay viejos surcando el mar.

Siendo un crío de 8 meses, mi abuelo quiso enseñarme una lección semejante. Cuenta él, porque yo no lo recuerdo, que en medio de pucheros y balbuceos me subió a un caballo y me llevó a dar un larga vuelta por el campo. Cuando regresamos tenía mocos hasta en las orejas y los zancudos patas largas me habían picado la cara y las manos. !El chico!, dice mi abuelo que dijo mi madre. Entonces él le respondió: "Déjalo, mierda, que se haga hombre".

Al final me hice hombre pero me desarrollé medio torcido. Mi abuelo no tuvo la culpa, la mayor parte de la responsabilidad es mía.

La lección me dejó, imagino, estupefacto. Si bien pasé largos años en el campo, no me soñé campesino. Aprendí del respeto por la naturaleza. De la delicadeza de los caballos. De la inquietante presencia del viento. Pero sobretodo aprendí a charlar con la tierra igual que si lo hiciera con un amigo más viejo que yo, más sabio y más callado. La tierra fluye bajo tus pies, se deja percibir por las fluctuaciones de su cuerpo y las alternativas de su aroma. Si recién ha llovido, descubrirás que su perfume te transporta y te inventa desde cero. De mis años junto al gaucho Antonio, esta podría ser mi lección más profunda.

A mi hijo lo llevé hace un tiempo a vivir su propia experiencia con la tierra. Hacía frío y llovía. Sin quererlo se mojó los pies y al rato se le congelaron. En un extremo del campo, y a una hora de camino del fuego más cercano, le saqué las medias y le froté los pies. ¡Quiero a un doctor!, gritaba el borrego de cinco años. Volvimos juntos. Uno arriba del otro. El lloriqueando. Yo pensando en mi abuelo. En Juan. Y en estas líneas.

 

CLAUDIO ANDRADE

viejolector@yahoo.com

 

Use la opción de su browser para imprimir o haga clic aquí