Los esfuerzos ingentes de la Reserva Federal estadounidense, el Banco Central Europeo y el Banco de Inglaterra por mantener a raya el espectro de una gran crisis financiera que afecta negativamente la economía mundial no han tenido los efectos deseados. Lejos de ayudar a tranquilizar a quienes operan en los mercados, sólo han servido para agitarlos aún más. Cuando el martes el Banco Central Europeo anunció que el sistema bancario en su conjunto dispondría de una suma equivalente a 500.000 millones de dólares, nada menos, los más lo tomaron por evidencia de que los encargados de velar por la salud financiera de los países de la zona del euro entendían que los problemas eran aún más graves de lo que muchos habían creído, de ahí la escasa reacción de las bolsas más importantes frente a una medida tan espectacular.
Aunque nadie ignora que el nerviosismo que se ha apoderado de la llamada comunidad financiera internacional fue desatado por las vicisitudes del mercado inmobiliario de Estados Unidos, donde los bancos habían adquirido la costumbre de prestar dinero a personas cuya capacidad para devolverlo era claramente reducida, sus raíces son mucho más profundas. Desde hace varios años, los grandes bancos y otras instituciones financieras, incluyendo a los más grandes y más prestigiosos, han abandonado la cautela que supuestamente los caracterizaba para prestar dinero o invertir sin preocuparse por los riesgos, produciendo una vez más una "burbuja" que tarde o temprano tendría que estallar. Asimismo, de resultas de la globalización, instituciones europeas se han visto perjudicadas por los problemas inmobiliarios estadounidenses, mientras que los norteamericanos tienen muchos intereses en Europa y Asia. Por lo tanto, una crisis financiera en un país no tarda en afectar a otros, de ahí la corrida que experimentó el banco hipotecario británico Northern Rock, además de entidades en Francia y Alemania. Y como si esto no fuera suficiente, la crisis del mercado inmobiliario en Estados Unidos ha hecho temer que algo similar podría suceder en cualquier momento en el Reino Unido y en España, país éste cuya economía ha crecido con brío durante años merced en buena medida a un boom de construcción que lo ha llenado de edificios que pocos están en condiciones de comprar.
Por motivos evidentes, los gobernantes, los banqueros centrales y los representantes de organismos como el Fondo Monetario Internacional tienen forzosamente que manifestar confianza en cuanto a las perspectivas que afronta la economía mundial. Por eso causó sorpresa la afirmación reciente del gobernador del Banco de Inglaterra de que "el sector bancario deberá enfrentarse a un ajuste doloroso dentro de los próximos meses". No es el único que piensa así. Aunque sean menos francos, es claro que sus homólogos del Banco Central Europeo y la Reserva Federal comparten la sensación de que será necesario algo más que la inyección de cantidades colosales de dinero fresco al sistema financiero para impedir que la crisis crediticia frene la expansión de la economía mundial que desde hace un lustro está creciendo al ritmo elevado del 5% anual, lo que ha beneficiado enormemente a países como el nuestro cuyo desempeño depende en gran medida de la evolución de los mercados internacionales.
A diferencia de los norteamericanos y con escasas excepciones los europeos, los asiáticos han privilegiado el ahorro por encima de los gastos posibilitados por créditos fáciles. Como resultado, las reservas de China, además de las de algunos países de Medio Oriente exportadores de petróleo, han alcanzado niveles inéditamente altos, los que les ha permitido comprar acciones en muchas instituciones financieras y empresas privadas norteamericanas y europeas. Huelga decir que las inversiones estatales así supuestas preocupan a quienes temen que los chinos y los árabes aprovechen políticamente su nuevo poder financiero y también a los que creen que significa que, gracias a la falta de responsabilidad y la miopía estratégica de sus propios dirigentes y, es innecesario decirlo, de sus financistas, los países que dominan la economía internacional desde hace varios siglos tendrán que acostumbrarse a ocupar un lugar subalterno en un orden nuevo que con toda seguridad sería muy distinto del actual.