Resulta llamativo comprobar el inmenso atractivo que ejercen las teorías conspirativas sobre el común de las personas. Es probable que sea el subproducto de aquellas lejanas lecturas juveniles de novelas de aventuras. ¿Quién se resiste a conservar, en el fondo de su memoria, el recuerdo imperecedero de las hazañas de Sandokán, "el tigre de la Malasia"?La explotación de ese trozo de ingenuidad situado en nuestro cerebro ha permitido a escritores avispados, como Dan Brown ("El Código Da Vinci"), vender millones de ejemplares. En el terreno de la política, ha sido utilizada para dar moral a las fuerzas propias cuando algún dato de la realidad no encaja en el inmarcesible relato partidario.
Una de las más divulgadas teorías conspirativas alcanzó difusión luego de los atentados del 11-S. Sostenía que el derribo de las torres gemelas de Nueva York era obra de islamistas fanáticos engañados por la CIA, que buscaba con este atentado un pretexto para iniciar la "guerra contra el terror". Una variante más arriesgada, expuesta con precisión de detalles en un libro que alcanzó gran venta, aseguraba que ningún avión se había estrellado contra los muros del Pentágono y que el daño, visible a los ojos de todo el mundo, había sido producido por un estallido interior o un misil exterior.
En España, sectores mediáticos cercanos al Partido Popular han venido sosteniendo durante años la tesis de que el atentado de Atocha ha sido obra de islamistas fanáticos cooptados por la organización ETA. Los partidarios más audaces de la teoría conspirativa llegaban a mencionar un supuesto acuerdo secreto entre ETA y los socialistas para conseguir el vuelco electoral que permitió el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero en marzo de 2004. Entre las afirmaciones más delirantes, se llegó a decir que los cuerpos de los fundamentalistas que se suicidaron en un piso de Leganés habían sido colocados allí, ex profeso, por la propia policía.
En Argentina no ha sido un inspirado novelista sino el propio jefe de Gabinete, Alberto Fernández, quien acaba de santificar una nueva fábula conspirativa. El superministro caracteriza como compleja "operación de inteligencia" la decisión de un ignoto juzgado penal de Miami de procesar a unos ciudadanos venezolanos. Afirma en un artículo periodístico -publicado en "La Nación"- que estamos ante una "formidable operación desplegada por el Departamento de Justicia del gobierno republicano de los Estados Unidos de América que, con el pretexto de investigar el ingreso anormal de agentes extranjeros en su territorio, pretende hacer creer a la comunidad internacional que el gobierno venezolano enviaba aportes ilegales a favor de la campaña presidencial del oficialismo".
Recuperando el juvenil y olvidado lenguaje antiimperialista, afirma que "tal vez sea hora de que en el mundo de la globalización ceda la voluntad hegemónica que pretende 'disciplinar' a toda costa a los países latinoamericanos... y para ello, nadie debe ofender la inteligencia y el buen nombre del otro con el sólo propósito de proteger a un acusado que, si habla en la Argentina, tal vez aporte evidencias que no 'deban' ser conocidas".
En realidad, la ofensa a la inteligencia la infiere el propio ministro cuando lanza hipótesis que tienen difícil encaje en la realidad. No hace falta ser un abogado sagaz para percibir la insuperable distancia que media entre una simple decisión judicial, provocada por las torpes actuaciones de unos ciudadanos venezolanos en territorio norteamericano, y la atribución de estas actuaciones judiciales a una alambicada operación de inteligencia del Departamento de Justicia de EE. UU.
Lo que llama la atención en este episodio es: 1) la desenfadada precipitación de un jefe de Gabinete para hacer acusaciones de grave repercusión en el plano internacional con elementos tan endebles y 2) la aceptación complaciente de una tesis tan arriesgada por parte de un sector de la ciudadanía que simpatiza o apoya al gobierno.
Una historiadora francesa, Mona Ozouf, forjó el concepto de "transferencia de sacralidad" para referirse a un fenómeno observable en el curso de la Revolución Francesa: el modo en que los revolucionarios cubren el vacío suscitado por la abolición de la religión católica, utilizando nuevos símbolos y rituales para configurar una "religión de la patria". Esa sacralidad impregna en mayor o menor medida la vida política, de modo que quienes toman partido como militantes activos de una fuerza política adoptan formas de adhesión propias de un creyente.
Esa dificultad para preservar un mínimo de imparcialidad y juicio crítico cuando se analiza la conducta o actuación de "los nuestros" es un rasgo inevitable de la adscripción partidaria. Esa sombra de lo sagrado, operando en el terreno de lo político, provoca un efecto similar al del convencido religioso que cree en la existencia de milagros sobrenaturales. Los militantes K parecen seducidos y encantados con una trama novelesca que, milagrosamente, convierte en bruñidas las oxidadas armas abandonadas en la última algarada antiimperialista.
ALEARDO F. LARÍA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado y periodista. Madrid
