Debo reconocer que a esta altura de los acontecimientos ya no me atrevo a decir si una película es buena o mala. Cada vez que me descubro direccionando el trabajo de un director, termino por sonrojarme, por sentirme un presumido sin remedio. Por eso, he concluido que lo mejor y más inteligente que puedo hacer con mi criterio es llevarlo a la digna síntesis de "me gusta, no me gusta, me entretiene o no la entiendo".Hará unos diez años que comencé a leer la primera novela de Umberto Eco, "El nombre de la rosa". Y con fundada expectativa. Los comentarios eran halagüeños, las críticas definitivas, las recomendaciones indiscutibles. Una de ellas, la de mi mejor amiga, era simple y sabia, decía: "Es muy divertida, me gusta como recrea con detalle el momento histórico en el que sucede la trama". O algo así.
Con esos aires en mi espalda me senté a leer. Sin embargo, ninguna de las palabras de aliento sirvieron de mucho. No me gustó. Y como no me gustó le encontré una serie de defectos de composición que, según recuerdo, sonaban elegantes, irónicos y agudos, pero ahora sé estaban vacíos de contenido. Nada más que palabras huecas.
Creo que en ese momento, mientras elaboraba mi crítica despiadada, me sentí a la altura del gran intelectual italiano. Era como si mi desdén hacia su obra nos emparentara de algún misterioso modo.
Los años pasaron, trabajé aquí y allá, pasé necesidades y busqué nuevos sueños, tuve hijos, murió mi padre, me mudé varias veces, crecí y me volví más estúpido. Eso sirvió de mucho.
Días atrás recomencé la novela de Eco, y para mi sorpresa, descubrí lo entretenida que me resultó desde el principio. Esas líneas iniciales en las que desglosa situaciones y personajes, posibilidades y misterios, hasta el hecho de hacer transcurrir parte del hilo conductor de la historia por una librería de Buenos Aires, todo me fascinó, y sigue haciéndolo por estos días.
Volviendo al punto, tanta ruta hecha, tantas peleas perdidas, tantos proyectos por cumplir, me han ayudado a comprender la estupenda obviedad de que no sé más que Eco de literatura, ni más que Francis Ford Coppola de cine.
Tal vez el anonimato, una de las formas que adquiere la inmadurez, nos hagan disparar dardos a diestra y siniestra contra aquello que nos supera en talento y virtud, pero lo cierto es que lo mejor que podemos hacer con una obra de arte es acercanos al punto de percibir si nos conmueve o no. Si nos cautiva o nos deja indiferentes.
La semana pasada leí en el New York Times entrevistas a estos dos nombres que menciono, en ambos casos la periodista Deborah Solomon, parecía persuadida de discutir la profundidad de las reflexiones de las personalidades con quien se entrevistaba. Una de las respuestas de Eco, con el que Solomon trató de polemizar acerca de cómo el fascismo italiano repercutió en Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial, fue un sencilla: "Si a usted no le gusta lo que pienso, no lo repita. Es indiferente."
Y sí. Son muchas las cosas que ameritan discutirse pero ¿a qué altura se para uno cuando va a discutirlas? He llegado a creer que la ironía es la deformación aguda de la inteligencia de quienes se sienten frustrados.
No deseo sorprenderme de nuevo diciendo, por ejemplo: "Me parece que Clint Eatswood no logró resolver la ecuación del ritmo y la tensión de las escenas sobre la playa en Letters from Iwo Jima" o que "la fotografía de "La ley de la calle" podría haber tenido un grado más de apertura e iluminación".
Como espectador podría decirlo, pero no veo en realidad porqué. Para qué, salvo para alimentar mis propios demonios, para ocultar mi envidia por no ser Coppola o para hacer ver a otros que estoy en condiciones de criticar, de un modo que parezca culto, a un genio del cine.
No, la verdad es que ya estoy grande para eso.
Y....te espero en http://realtaste.wordpress. com/
Disfruta de la comida.
CLAUDIO ANDRADE
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