El venezolano Hugo Chávez no es el único mandatario de un país exportador de petróleo cuyas ambiciones crecieron conforme aumentó el precio del barril de crudo. Otro es el presidente ruso Vladimir Putin quien, a diferencia de Chávez, el domingo pasado pudo disfrutar de una victoria aplastante en las urnas ya que el partido que encabeza, Rusia Unida, consiguió más del 63% de los votos en las elecciones legislativas. Si bien Putin no podrá continuar ocupando la presidencia después del 2 de marzo próximo, seguirá siendo el poder detrás del trono, tal vez como primer ministro. Se trata de una perspectiva que alarma a norteamericanos y europeos que creen que, luego de un ensayo democrático no muy feliz, Rusia se asemeja cada vez más a la vieja Unión Soviética, aunque hoy en día la ideología dominante ya no es el comunismo sino el nacionalismo. Además de sentirse molestos por el autoritarismo de Putin, por los asesinatos aún no aclarados de opositores al gobierno y por el escaso respeto de las autoridades por los disidentes, les preocupa el hecho de que Moscú propenda a solidarizarse con países como Irán en sus disputas con Occidente en lo que parece ser un esfuerzo por volver a ser una gran potencia.
La conducta desafiante de Putin, como la de Chávez, se debe en buena medida a los ingresos fenomenales aportados por la exportación de productos primarios, en especial el petróleo y el gas. Mientras que hace apenas un lustro el gobierno ruso entendía que era de su interés colaborar con Estados Unidos y la Unión Europea, en la actualidad se siente lo bastante fuerte como para enfrentarse con ellos con impunidad. Por lo tanto, puede tomar las presiones a favor de la democracia por manifestaciones intolerables de la arrogancia de quienes se creen facultados para interferir en sus asuntos internos, rechazándolas con indignación patriótica. Puesto que Rusia es un país de tradiciones democráticas precarias, la actitud así supuesta no ha perjudicado en absoluto a Putin. Antes bien, ha contribuido a su gran popularidad, que es indiscutible, sobre todo entre los muchos que sienten nostalgia por los días en que, como la parte dominante de la Unión Soviética, era considerada una superpotencia equiparable a Estados Unidos.
El colapso de la Unión Soviética dio a la democracia un impulso poderosísimo porque pareció significar que la libertad política era necesaria para progresar económicamente en una época en que tanto dependía de la iniciativa y la inventiva de las personas. La convicción de que únicamente las sociedades que respetaban las pautas reivindicadas por Estados Unidos, los integrantes de la Unión Europea, Japón y Australia estaban en condiciones de prosperar y por lo tanto de dotarse de los recursos económicos que les permitirían desempeñar un papel destacado en el escenario internacional hizo más por difundir la democracia que todos los argumentos abstractos en torno de los derechos humanos o lo fundamental que es respetar la voluntad popular. Desde entonces, empero, mucho ha cambiado. El crecimiento notable de China, un país gobernado por un régimen de partido único, más la recuperación de Rusia bajo un gobierno que sin ser una dictadura es según las normas occidentales sólo parcialmente democrático, han hecho menos persuasivos los planteos de quienes insisten en que la democracia es superior a todas las alternativas no sólo por razones éticas y humanitarias sino también por motivos prácticos. Aunque el desarrollo vertiginoso de China fue ayudado por las inversiones masivas occidentales y el resurgimiento reciente de Rusia es producto casi exclusivo del aumento del precio del petróleo y del gas, el que parezca menos evidente la presunta incompatibilidad de sistemas autoritarios con el progreso económico está incidiendo en las actitudes de los líderes de muchos países -incluyendo el nuestro- al hacer más respetable la tesis tradicional, supuestamente desprestigiada, de que una dictadura o, a lo mejor, una democracia a medias en la que el jefe monopolice el poder y tanto las instituciones parlamentarias como la Justicia se limiten a cumplir un papel subalterno, será más eficiente y en términos sociales más progresista que la democracia plena.