Desde principios de diciembre de 2005, cuando por fin se tranquilizaron los sombríos suburbios parisinos luego de tres semanas de disturbios feroces, los franceses sabían que era sólo una cuestión de tiempo antes de que resurgiera la violencia. A pesar de las medidas que fueron tomadas por los gobiernos del presidente Jacques Chirac y su sucesor, Nicolas Sarkozy, con el fin de apaciguar a los barrios habitados mayormente por los descendientes de inmigrantes árabes y africanos, el grueso de ellos musulmán, muy poco ha cambiado. Así las cosas, el estallido que se produjo algunos días atrás distó de constituir una sorpresa. Lo que sí sorprendió a algunos fue que en esta ocasión los revoltosos utilizaron armas de fuego y no vacilaron en disparar contra la policía, hiriendo a por lo menos 130 efectivos. A juicio de los pesimistas, se trataba de un conato de guerrilla urbana que bien podía presagiar enfrentamientos muy graves en los meses y años venideros, puesto que en Francia hay miles de jóvenes musulmanes que han recibido entrenamiento paramilitar en países como Afganistán y Argelia y que han aprendido a odiar todavía más a quienes se niegan a postrarse ante Alá.
Las condiciones económicas de las zonas pésimamente urbanizadas, llenas de monobloques dilapidados, que rodean París siguen siendo tan malas como eran dos años antes, la tasa de desempleo entre los jóvenes se mantiene cerca del 40% y, lo que es más alarmante todavía, parecería que se ha intensificado la sensación tanto de los miembros de las llamadas "minorías visibles" como del resto de la población francesa de que es utópico suponer que los problemas puedan resolverse con un mayor grado de integración.
Hasta los años setenta del siglo pasado, pareció razonable suponer que andando el tiempo los árabes y africanos subsaharianos se transformarían en franceses normales, por decirlo así, como antes había ocurrido con tantos polacos, italianos, españoles y portugueses. Después de todo, Francia, dueña de una cultura admirable, encarnaba la modernidad, de suerte que lo natural sería que gente oriunda de países hundidos en la miseria aspirara a mejorarse adoptando sus costumbres. Pero algo cambió en las décadas que siguieron a la gran rebelión estudiantil de 1968. En Francia y otros países europeos la elite se entregó a la autocrítica. Se puso de moda denigrar las tradiciones propias y enaltecer de manera indiscriminada las del Tercer Mundo. Y el islam, que además de ser un credo religioso es en sus versiones más combativas un estilo de vida meticulosamente regulado, disfrutó de uno de sus periódicos resurgimientos, lo que merced al avance vertiginoso de las comunicaciones electrónicas afectó dramáticamente a muchos jóvenes europeos de origen musulmán que encontraron irresistible la idea de una guerra santa contra el Occidente, a un tiempo arrogante y a su entender decadente.
A esta altura, el esquema que propusieron los líderes europeos de hace cuarenta o cincuenta años parece risiblemente ingenuo. Para desconcierto de los convencidos de que Francia podría absorber sin demasiados problemas a millones de musulmanes y que sólo la primera generación que no fue formada en el sistema educativo nacional experimentaría algunas dificultades, son muchos los hijos o nietos de los inmigrantes que tratan a los demás franceses como sus enemigos, de ahí los incidentes en que, para indignación de la mayoría, se abuchea ruidosamente el himno nacional francés, la Marsellesa que se dan toda vez que se celebra un enfrentamiento deportivo entre la selección gala y otra de un país del norte de África. Asimismo, se ha endurecido la actitud de los muchos franceses que se sienten desconcertados por la negativa de los musulmanes a dejarse asimilar por la cultura dominante y temen la influencia entre los jóvenes de islamistas militantes procedentes del mundo árabe y de Irán que reivindican los atentados terroristas contra blancos occidentales.
No sólo una parte significante de la elite francesa sino también sus equivalentes en otros países europeos han llegado a la conclusión de que no es nada realista insistir en que todas las dificultades vinculadas con la llegada de contingentes nutridos de inmigrantes de culturas muy diferentes se deben a los prejuicios racistas, religiosos o culturales de los anfitriones. Que tales prejuicios existen es innegable, pero por desgracia escasean las personas que no estén dispuestas a defender la forma de vida de su propia comunidad.
A menos que las costumbres, creencias y estilo de vida de una minoría étnica o religiosa sean compatibles con la democracia pluralista y laica que hoy en día predomina en los países occidentales, los conflictos serán inevitables en Europa. En países no occidentales como la India, Indonesia, Malasia, Kenia y Uganda, para mencionar sólo algunos, la violencia comunal ha sido rutinaria desde hace siglos, pero los dirigentes europeos no tomaron en cuenta la experiencia ajena, con pocas excepciones. Confiaban que en su caso todo sería diferente, que luego de algunos roces las distintas comunidades, incluyendo la conformada por la mayoría nativa, aprenderían a convivir. Aunque muchos ya entienden que sus antecesores cometieron un error que podría tener consecuencias muy graves, ya es tarde para remediarlo con facilidad.
Además de aumentar los subsidios que constituyen la fuente principal de ingresos de muchos habitantes de los suburbios deprimidos de París y otras ciudades, las autoridades francesas expulsan regularmente a predicadores del odio que llegan desde países como Arabia Saudita y también a inmigrantes ilegales. Por lo demás, se han multiplicado los obstáculos en el camino de los muchos árabes, africanos y otros que quieren trasladarse a Europa.
Aunque dadas las circunstancias tales medidas pueden justificarse, han servido para ampliar todavía más el abismo psicológico que separa a las "minorías visibles" de la mayoría. Con razón, los jóvenes, de los que muchos carecen de las calificaciones necesarias para conseguir un empleo estable en Francia, se sienten repudiados y aprovechan las oportunidades para desquitarse. Así las cosas, parece inevitable que sigan estallando disturbios en los barrios pobres de París y que, tal y como sucedió hace algunos días, los revoltosos empleen armas de fuego y bombas no siempre caseras en sus batallas con la policía que, por su parte, reaccionará con violencia creciente aunque sólo sea en defensa propia.
JAMES NEILSON