Los economistas se asemejan a los historiadores. Cuando miran en el retrovisor, todo les parece claro, pero cuando miran hacia delante sólo ven masas de niebla. Saben analizar las crisis que estallaron en el pasado de modo tan convincente que cuesta creer que tomaron por sorpresa a todos salvo los pocos, a veces muy pocos, que tuvieron la buena suerte de prever a tiempo que algo desagradable estaba por suceder. Al explicarnos lo que a su juicio fueron las razones por la que una economía que parecía disfrutar de salud aceptable se enfermó de súbito para entonces desplomarse, dan a entender que un gobierno con un mínimo de sentido común habría podido prevenir tamaño desastre.

Es lo que ocurrió luego del colapso estrepitoso de la convertibilidad, una desgracia que, cuando ya era tarde, casi todos calificaron de inevitable, pero que incluso en las semanas previas al default y la devaluación los más habían considerado poco probable. Tanta miopía es normal: por su naturaleza, las crisis sólo son previsibles después de producirse.

A juzgar por el comportamiento reciente de los mercados financieros, muchos temen que pronto sacudirá a la economía internacional una "corrección"    quizás no tan dolorosa como la que se dio aquí a comienzos del milenio, pero que así y todo será bastante violenta. Que éste sea el caso es inquietante. Cuando de la economía se trata, la palabra clave es confianza. Mientras que la mayoría suponga que los problemas existentes son manejables y que por lo tanto no hay motivos para preocuparse, todo seguirá funcionando bien. En cambio, de difundirse la idea de que ya se ha iniciado una de las convulsiones periódicas que agitan los mercados provocando pérdidas colosales, el pánico resultante asegurará que suceda lo peor.

Es por eso que los voceros de organismos como el FMI son reacios a formular pronósticos pesimistas: aun cuando hayan sentido un olor a humo, no quieren ser acusados de gritar ¡fuego! en un recinto cerrado colmado de gente. Claro, tampoco quieren ser tomados por miopes: el que últimamente las declaraciones de personajes como el mandamás actual del FMI, el socialista francés Dominique Strauss-Kahn, hayan sido un tanto ambiguas ha contribuido al malestar creciente.

Tendrán razón los que dicen que la caída del dólar, la incipiente recesión inmobiliaria en Estados Unidos, el aumento del precio del petróleo y todo lo demás no constituyen de por sí motivos para alarmarse. El problema es que los muchos que sienten que estamos en vísperas de un crack sospechan que el panorama dista de ser tan apacible como afirman los expertos. En consecuencia, buscan ponerse a salvo retirando en cuanto puedan su dinero de los lugares que en su opinión son riesgosos. Uno de éstos es, huelga decirlo, la Argentina. No sólo es cuestión de su trayectoria excéntrica en la materia. Por razones comprensibles, escasean quienes estén dispuestos a confiar en un gobierno que manipula las estadísticas con el propósito de engañar no sólo a la población local sino también a aquellos inversores que, mal que les pese, tienen bonos cuyo rendimiento está atado a la tasa de inflación.

En Estados Unidos, tanto los asustados por los malos augurios como los golpeados por las dificultades inmobiliarias han comenzado a gastar menos. Puesto que desde hace años el consumidor norteamericano es el encargado de tirarse la economía mundial, cualquier indicio de cansancio de su parte es interpretado como una señal de que la locomotora ya tradicional está por frenarse. ¿Podría reemplazarla China? Puesto que los chinos deben su crecimiento explosivo en buena medida a la voracidad de los consumidores de Estados Unidos y, de todos modos, su economía es mucho más pequeña, no parecen ser los indicados para desempeñar dicho papel. Por lo demás, si los chinos optan por desembarazarse de la cantidad fabulosa de dólares y sus sucedáneos que se las han arreglado para acumular, cambiándolos por euros, yenes o lingotes de oro, la divisa estadounidense caería todavía más.

Otro candidato para emprender la tarea de tirarse la economía internacional es la Unión Europea. Sin embargo, los europeos no parecen estar en condiciones de cumplir una función tan exigente. La fortaleza inédita del euro frente al dólar y al yuan chino ya les está ocasionando muchas dificultades, pero sus banqueros centrales entienden que cualquier esfuerzo por debilitarlo les resultaría contraproducente: entre otras cosas, temen que desataría la inflación.

Según el jefe del Banco Central local, Martín Redrado, los países que, con cierto optimismo, se califican de "emergentes" o "en desarrollo", están mirando la crisis "desde la tribuna" porque han amasado el dinero suficiente como para enfrentar lo que suceda en el campo de juego. Siempre y cuando sólo sea cuestión de un espasmo breve limitado a Estados Unidos y a aquellos bancos europeos que cometieron el error de invertir en las zonas más precarias del mercado hipotecario norteamericano, tanto optimismo podría justificarse, pero si la economía más grande del planeta entra en recesión, el impacto sísmico se hará sentir hasta en los países más aislados.

Al fin y al cabo, la relativa salud financiera de los emergentes se debe en última instancia al consumidor norteamericano, un personaje que según parece olvidó hace tiempo las severas enseñanzas protestantes acerca de lo meritorio que es ahorrar. De elegir este héroe económico raramente reconocido reducir de manera drástica sus gastos, sufrirán los chinos, los indios, los japoneses, los europeos y, por supuesto, los habitantes de todos aquellos países periféricos que se han visto beneficiados por el "viento de cola" que desde hace cinco años está soplando con fuerza por el mundo.

Bien que mal, en tiempos de globalización ningún país es una isla. Además de compartir la buena fortuna de los más poderosos cuando el crecimiento se generaliza, hay que prepararse para compartir sus tribulaciones. Si resulta que están en lo cierto quienes vaticinan un período de inestabilidad, aquellos líderes que se han acostumbrado a atribuir el crecimiento vigoroso de los años últimos a nada más que a su propia sabiduría, se quejarán con amargura de lo injusto que es ser golpeados por una crisis originada en Estados Unidos, pasando así por alto el hecho de que la evolución de la mayoría de las economías aún depende de lo que sucede en otras partes del planeta.

JAMES NEILSON