España vuelve a encontrarse con la historia. Si entendemos por historia el sentido entrelazado entre el tiempo de una actualidad que late y un ayer que se revela y se pone de manifiesto de manera cristalina. La pesada lápida de oscuridad y silencio que impuso el franquismo sobre la Guerra Civil y la dictadura que le sucedió, se resquebrajó para echar luz sobre el pasado y reponer una memoria democrática de forma oficial. El Congreso de los Diputados acaba de dar sanción a la denominada Ley de Memoria Histórica, que viene a reparar en el orden moral y político un ominoso olvido de la restauración democrática que prorrogó la implícita condena ética impuesta por el relato del franquismo, sobre miles de ciudadanos perseguidos y represaliados.
Así, la ley trae un primer aspecto emotivo y sentimental, en cuanto reivindica moral y políticamente a esas personas que sufrieron hasta instaurar las libertades democráticas que hoy goza el pueblo español. Muchos de ellos murieron desaparecidos sin que aún tengan una tumba digna y otros padecieron el camino del exilio por defender una causa noble sin que la historia oficial los pudiera contemplar, aunque sus nombres permanecieron imborrables en la memoria colectiva. Fueron civiles y militares que se opusieron primero al golpe militar encabezado por el general Franco. Luego fueron combatientes durante los tres largos años de la Guerra Civil y cuando los alzados terminaron por derrumbar a la república continuaron la lucha desde la clandestinidad, combatiendo durante cuarenta años al Estado totalitario que prolongó la guerra bajo la máscara de una dictadura feroz. Estos nombres son los ahora rememorados y encuentran en esta ley el lugar del reconocimiento que se les había negado.
La ley, no obstante, debió sortear férreas oposiciones gestadas desde una visión que ha querido ver en ella la violación de pactos anteriores y del espíritu de la transición democrática y no han escatimado voluntad para ver en ella la apertura de viejas heridas. Sobre estos principios se basó la oposición del derechista Partido Popular en el Congreso. Conjuntamente el Episcopado desplegó un militante activismo de rechazo, cuya culminación se encuentra en la insólita beatificación masiva, que se realizó en el Vaticano el 28 de octubre pasado, de sacerdotes que habían muerto a manos de las fuerzas republicanas durante los años de la contienda. No sólo la jerarquía eclesiástica omitió a las víctimas, sacerdotes también, que murieron por orden del general Franco, sino que impuso de hecho, con ese acto, la ratificación de su particular visión histórica.
Es difícil comprender que un partido democrático guarde tantas reticencias para asimilar el carácter de dictadura del período franquista. Más aún, cuando en su seno alberga generacionalmente a quienes manifiestan una inequívoca visión democrática sobre la cuestión de aquel período histórico. Sólo es explicable si se atiende al hecho de que aún preservan en sus filas a conspicuos funcionarios del antiguo régimen y que el Partido Popular expresa a una porción de un electorado que se nutre ideológicamente en un franquismo residual y sociológico que encuentra morada en un partido que le proporciona algunas afinidades con aquel período.
El caso de la Iglesia resulta más lacerante porque atañe al orden de lo espiritual, implica una involución respecto de la actitud comprometida en favor de la democracia que había mantenido en los años de la transición, particularmente con la destacada figura del cardenal Enrique y Tarancón. En verdad, el Episcopado ha dado un vuelco, sin poder hacer un sincero esfuerzo por asumir la aconfesionalidad del Estado. Muestra una beligerancia desbordada para con el gobierno de Zapatero, por su política de ampliación de derechos cívicos y vuelve a las fuentes de intolerancia que sostuvo cuando apoyó de manera incondicional a la dictadura. El "Caudillo" fue glorificado por esa Iglesia hasta el punto de conceder a la rebelión militar la consideración de cruzada cristiana, mientras España se hundía en una represión sanguinaria y en forma implacable se cercenaban derechos políticos, sociales y culturales de sus pueblos.
La ley viene, sin embargo, a imponer un sentido de justicia para con las víctimas de la guerra y los tenebristas años que le sucedieron. El franquismo puso lápidas en recuerdo de sus "Caídos por Dios y por España" y construyó un faraónico monumento funerario para ensalzar la gloria del dictador. Pero también estableció una desigual simetría, al esparcir lápidas de olvido y silencio para los miles de represaliados y fusilados cuyos cuerpos sin identificar yacen todavía en fosas comunes. Por ello, la deuda para con los olvidados se ha hecho un reclamo mayoritario y la iniciativa de Zapatero rompe así con el particular modelo español de impunidad.
Han debido pasar 70 años del fin de la guerra y 30 años de andar democrático para que el Estado asuma como política pública el imperativo de la memoria y rasgue el discurso único impuesto por los vencedores. Discurso absoluto que quiso desgarrar los lazos intergeneracionales y que sólo produjo un despojo de soportes intelectuales y simbólicos con los cuales las nuevas generaciones puedan cultivar y comprender el actual proceso democrático. Un riquísimo patrimonio cultural dilapidado fue el resultado de las urgencias de una cultura política que no se había dado tiempo ni sensibilidad para contemplar la centralidad de la vida que contenía la existencia de sus "derrotados". Ni había advertido el sentido final de una experiencia social trascendente que es ahora acogida para transformarse en fundamento de un derecho a saber y conocer.
El insidioso dilema: ¿recordar u olvidar? Cuestión tantas veces traída y maltratada en tanto se la considera desde la visión de la aptitud de una conciencia individual, cuya consecuencia sería la mayor buena o mala disposición para la convivencia social. Tal planteo aparece desleído porque las cuestiones sociales quedan dirimidas en el mismo plano y aunque se sofoque la memoria histórica, más tarde su ímpetu siempre la recupera más allá de un desolador no querer recordar. Por lo menos es lo que nos muestra el acontecimiento español y tantos otros en la historia hecha de crímenes. El olvido como voluntad individual, en cambio, perdura en quienes profesan una ilusoria vanidad. La de comulgar con su propia esperanza y por ello promueven un espíritu de reconciliación basado en una dimensión positiva de la alegre despreocupación por el pasado, aunque en ese empeño se trame el inhumano riesgo de coagular el rencor transformándolo en odio.
España se orienta ahora a recuperar el hilo de la memoria. Un esfuerzo inimaginable hasta hace nada, muy poco. María Zambrano, una de las voces del exilio español y considerada una de las más grandes pensadoras en lengua castellana, había escrito antes de morir una apenada crítica a esa falta de memoria de los españoles. Le había atribuido la raíz de la más grave consecuencia. Por ello anheló siempre vencer, dominar, una cierta "rebeldía, en esta nuestra forma de vivir de hoy, que hace que no se haya hecho sentir con más fuerza y claridad la necesidad y el deseo de recordar de hacer memoria y con ella, cuentas de nuestro pasado"... (Zambrano, María; antología. Pensamiento y poesía en la vida española. Ed. Siruela).
ALBERTO LARÍA (Licenciado en Psicología. Mail: arlaria@hotmail.com)
Especial para "Río Negro"