El constitucionalismo de reciente cuño en nuestro país consagró a los partidos políticos como "instituciones fundamentales del sistema democrático" garantizándoles el apoyo estatal para su "sostenimiento económico" y otorgándoles "competencia" (léase monopolio) para la postulación de candidatos a los cargos públicos (artículo 38 de la Constitución nacional sancionada en 1994). La Constitución de Río Negro (sancionada en 1988) es más contundente respecto del monopolio, pues lo establece directamente al otorgar a los partidos el carácter de "únicas instituciones" habilitadas para "nominar candidaturas", agregando el requisito de que se organicen y funcionen "democráticamente" esto es, mediante los llamados "comicios internos"(artículo 24) y otorgándoles de derecho la titularidad de las bancas legislativas (artículo 25).
Lo que parece haber sido la convicción de los constituyentes es que los partidos constituirían asociaciones de cierta permanencia y supuesta coherencia "ideológica" entre sus integrantes, seriamente dedicados a procurar convencer a la ciudadanía de la superioridad de los respectivos principios y propuestas, y organizadas de forma de permitir el surgimiento de entre sus filas de los mejores elementos para gobernar el país y las provincias.
La realidad se ha encargado de dar un rotundo mentís a estas pretensiones. Basta observar el panorama de todos y cada uno de los partidos legalizados para apreciar la total discordancia interna de las propuestas (hay peronistas de extrema derecha y de extrema izquierda, los radicales actualmente se dividen por el apoyo o no a la pareja gobernante, etcétera), además de la total inorganicidad del funcionamiento de los entes; en la última elección no hubo prácticamente candidatos consagrados por partidos individualmente y ninguno por elección interna. La confrontación estuvo dada a través de distintos "frentes" o agrupaciones de variados sellos y los candidatos surgieron en todos los casos de acuerdos dirigenciales y de la así llamada "dedocracia"; en cada grupo o frente estaban representadas dos o más líneas partidarias de otros tantos partidos originarios. Existen además partidos que no son otra cosa que instrumentos de un caudillo de mayor o menor peso, como el PRO de Macri, el ARI de Carrió o el Recrear de López Murphy; de casi todos estos últimos podemos fácilmente predecir que desaparecerán cuando lo haga el predicamento de los respectivos líderes.
Creemos entonces que los constituyentes, los politólogos teóricos y la dirigencia política en general han sobrevalorado la importancia de los partidos al darles jerarquía constitucional, nada menos, y que esa misma dirigencia es la que se ha encargado de demostrar, con patente claridad, la falta de realismo de las normas constitucionales, ya que es la que ha producido la virtual disolución del régimen de partidos a la que actualmente asistimos y que ya resumimos.
La pretensión ínsita en la planificación del sistema tal como constitucional y legalmente está es que el ciudadano "vote ideas y no vote a los hombres", como le gustaba decir al ex presidente Alfonsín. Por lo contrario, siempre a lo largo de toda la historia las elecciones las han ganado hombres; si nos va a gobernar un grupo de individuos de diversas procedencias o "ideologías", lo menos que podemos exigir los ciudadanos "de a
pie" es que se nos permita tratar de discernir cuáles son los mejores o los menos malos. Siempre el ciudadano vota por quien cree que puede hacer mejor el trabajo, así como cuando elegimos una compañía determinada de transporte o de servicios o el médico que nos va a atender pretendemos elegir el mejor o, al menos, el mejor que podamos conseguir.
Con la pretensión de que los partidos encarnen "ideologías" y de que éstas sean más importantes que los candidatos, nos han impuesto las malhadadas "listas sábana" (formadas todas o casi todas por enjuagues ocultos entre la dirigencia), en las que nos obligan a votar a una gran cantidad de candidatos de cuyas virtudes o defectos en el mejor de los casos podemos conocer o informarnos de dos o tres, teniendo que depositar nuestra confianza en forma masiva a favor de todos, ya que ni siquiera se admiten, como antaño, las tachas. Si a ello agregamos el hecho del monopolio reconocido a la entidad política, habremos de admitir que en realidad estamos ante una "partidocracia", pero en la que no se elige entre partidos propiamente dichos sino entre las distintas "elites" o minorías que manejan los así llamados partidos o frentes.
Al concepto de que el ciudadano debe elegir ideas y no hombres solamente tenemos que oponer el hecho de que las ideas no viatican, no eligen parientes o novias para cargos de responsabilidad, no prevarican ni aceptan cohechos, etcétera. Si se reconoce que el ciudadano tiene derecho a elegir quién lo va a gobernar, debiera ser para permitirle elegir los mejores o los menos malos (aunque nos equivoquemos: ¡a veces se acierta!).
Es cierto que las ideas o propuestas del candidato, lo que en otros tiempos se llamaba "la plataforma", pueden y deben pesar al momento de elegir, pero muchas veces pesan más la trayectoria, la corrección de su vida privada y negocial, el buen o mal desempeño que hayan demostrado en cargos anteriores, todo lo que incide en su credibilidad, ya que no es un misterio para nadie ni un gran descubrimiento que la mayoría de los candidatos y de los partidos o frentes escasamente cumple en sus funciones gubernamentales con lo prometido, siendo también bastantes los casos en que hace exactamente lo contrario. Supongo que no es necesario dar ejemplos de esto, porque todos los conocen.
La sobrevaloración del aspecto ideológico da lugar a diversos desajustes; basta contemplar a los partidos de izquierda, divididos en múltiples grupúsculos cuya principal preocupación es la "pureza" ideológica y cuyo significado electoral es casi nulo. En nombre de la pureza ideológica se ha torturado y se ha matado demasiado a lo largo de la historia como para que sigamos aceptando lo que no es otra cosa que colocar el carro delante de los bueyes.
En efecto, el principal motor que mueve la acción de los individuos que deciden dedicarse a políticos no es la intención de concretar una idea o grupo de ellas sino la ambición (sana en muchos casos, no sana en otros...), la intención de medrar y ejercer el poder. Es cierto que casi siempre proclaman ideas o propuestas, las que también muchas veces son de simple uso circunstancial, olvidadas rápidamente, utilizadas parcialmente en el poder o directamente traicionadas. Las ideas o las propuestas no pueden separarse de quienes las enarbolan y supuestamente las tendrán que llevar a cabo.
Ésa es una de las múltiples causas por las que el sistema funciona mal: porque bajo la capa de privilegiar la "ideología" se sustituye la valoración personal del votante acerca de los candidatos por la potestad incontrolada del grupo o "elite" que maneja cada partido, a los que se ha dotado constitucionalmente de un poder excesivo.
El monopolio de las candidaturas políticas, la titularidad de las bancas en manos de los partidos políticos y las listas sábana no son otra cosa que perversiones del sistema republicano. Tal como José Hernández decía: "Hasta que venga algún criollo en esta tierra a mandar", hemos escrito estas líneas en la esperanza de que algún día "venga alguien a corregir estos errores". Necesariamente tendrá que ser un político, pero no debemos perder la esperanza.
FÉLIX EDUARDO SOSA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado. Profesor universitario
