La XVII Cumbre Iberoamericana no será recordada tanto por la gresca verbal entre los presidentes Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez cuanto por el cruce, aún menos diplomático, del rey de España hacia Hugo Chávez. Es comprensible la actitud del monarca frente al siempre locuaz mandatario venezolano que, como es su costumbre, cubría de insultos extravagantes a quienes no comparten sus prejuicios e interrumpía los discursos de otros oradores. Pero acaso gritarle "¡Por qué no te callas!" no parece la mejor manera de ponerlo en su lugar. Al fin y al cabo, como el propio Chávez subrayara, a diferencia de Juan Carlos fue elegido tres veces presidente de su país, lo que como señalara el jefe del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero al descalificar los ataques virulentos de Chávez contra José María Aznar significa que debería ser tratado con respeto. Aunque es difícil guardar las formas ante un demagogo prepotente que se especializa en aprovechar los foros a los que asiste para pronunciar diatribas furibundas, convendría que los demás se resistieran a prestarse a su juego rebajándose a su nivel. Si los españoles y otros creen que es imposible celebrar cumbres útiles con la participación de un personaje como Chávez que no tiene interés alguno en el diálogo constructivo, no tendrán más alternativa que dejar de invitarlo.
Para los españoles, lo sucedido en Santiago de Chile fue un trago amargo. A pesar de que su gobierno actual es socialista, ciertos dirigentes latinoamericanos han comenzado a tratarlos como si fueran "colonialistas" o "imperialistas", a su entender, casi tan malos como los estadounidenses. Que esto haya ocurrido era previsible. En las décadas últimas, España se ha convertido en un país mucho más rico que cualquiera de sus ex colonias y, además de haber invertido mucho dinero en la región, sus líderes se sienten obligados a dar consejos a quienes es de suponer quisieran emularlos. Por varios motivos, la relación resultante no es del todo fácil. En América Latina abundan los dirigentes que en vez de aceptar que los españoles podrían ayudarlos a superar los problemas supuestos por el subdesarrollo y la desigualdad extrema prefieren aprovechar en beneficio propio tales lacras, atribuyéndolas a la maldad ajena con el propósito de encabezar una rebelión contra el orden internacional existente. Desde su punto de vista, lo que toman por paternalismo español es sólo una manifestación imperialista más.
Como es habitual, antes de iniciarse la cumbre se eligió concentrarse en un tema determinado, que en esta ocasión fue "cohesión social y políticas sociales para alcanzar sociedades más inclusivas en Iberoamérica", pero es poco probable que los debates celebrados hayan contribuido mucho a impulsar los cambios deseados. Por desgracia, no es sólo una cuestión de "repartir" de manera más equitativa el ingreso sino también de hacerlo sin obstaculizar el crecimiento y el progreso tecnológico ni asustar a los inversores. Los métodos arbitrarios favorecidos por personajes como Chávez y sus acólitos tendrían consecuencias muy negativas en el resto de la región, que no cuenta con vastas reservas de petróleo fácilmente explotables. Asimismo, la experiencia española no podrá reeditarse en América Latina ya que el avance notable de la "madre patria" a partir de los años sesenta se debió más que nada a la ayuda financiera año tras año, el equivalente a casi el 1% de su producto bruto que recibió de los países prósperos del norte de Europa. Por lo demás, el consenso de que para España integrarse plenamente a la Unión Europea, adoptando sus prácticas económicas y sus leyes, constituyera la única solución factible a los problemas relacionados con el atraso, posibilitó una auténtica revolución cultural que no pudo producirse en América Latina. Aunque tanto los izquierdistas como los conservadores españoles sean reacios a entenderlo, su país se ha alejado de América Latina no sólo económica y políticamente sino también culturalmente, en el sentido lato de la palabra, razón por la que no sorprende que una cumbre promocionada por España con el fin de aumentar su influencia en la región haya culminado con un intercambio de lindezas entre el representante del Primer Mundo por un lado y un adalid tercermundista por el otro.