Tanto el gobierno del presidente Néstor Kirchner como los empresarios "productivos" del conurbano bonaerense brindan a menudo la impresión de creer que la competitividad del país depende casi exclusivamente de un "dólar alto", o sea, de la tasa de cambio, pero por desgracia el asunto dista de ser tan sencillo. Como acaba de recordarnos el Foro Económico Mundial, el tipo de cambio es sólo un factor entre muchos otros, razón por la que en su ranking más reciente ubicó a la Argentina en el puesto número 85 en una lista de 131 países, lo que significó una caída de 15 escalones porque en el 2006 había ocupado el 70º lugar. Los motivos del descenso abrupto así registrado no constituyen un misterio. Debido al manejo asombrosamente torpe del INDEC en un esfuerzo vano por convencer al público de que la inflación no plantea un problema grave, todas las estadísticas económicas oficiales parecen dudosas, con el resultado de que los empresarios tienen que guiarse por su propio olfato ya que las producidas por consultoras privadas son necesariamente parciales. Asimismo, la notoria falta de transparencia del sector público, la corrupción rampante y el estilo de gestión decididamente personalista de un gobierno que no se siente obligado a rendir cuentas ante nadie han creado un clima de negocios que se ve signado por la desconfianza, de ahí la escasa voluntad de los inversores, tanto los internacionales como los locales, de arriesgarse a pesar de que desde hace varios años muchas empresas han resultado ser muy pero muy rentables.
De acuerdo con el Foro, la deficiencia más notable de la Argentina actual tiene que ver con la calidad institucional, ya que según los responsables de medir su grado de competitividad en el ámbito así supuesto ocupa el puesto número 123 de los 131 países incluidos. Aunque en el transcurso de su campaña electoral la presidenta electa dio a entender que a su juicio es necesario tratar de hacer algo al respecto, sorprendería que estuviera dispuesta a hacer mucho ya que, como descubrió muy pronto su marido, le convendría a ella impedir que el Congreso resucitara y que la Justicia comenzara a funcionar como es debido, porque lo último que querría sería que los parlamentarios y los jueces monitorearan su gestión, negándose a permitirle gobernar por decreto y gastar a su antojo una proporción sustancial del dinero recaudado. Tampoco le convendría a Cristina Fernández de Kirchner que los partidos, comenzando con el Justicialista, se transformaran en organizaciones coherentes cuyos integrantes acataran sus propias reglas. Desde el punto de vista de quien está a cargo del Poder Ejecutivo, cuanto menos poder tengan las demás instituciones, mejor, de modo que en el corto plazo será de su interés aprovechar su posición para desbaratar todas las reformas que se intenten.
El análisis despiadado de la "competitividad" actual del país y por lo tanto de sus perspectivas que hizo el Foro Económico Mundial contrasta de manera llamativa con la visión mucho más optimista del gobierno de Néstor Kirchner y, es de suponer, con la de su sucesora electa. Mientras que los Kirchner dan por descontado que merced al "modelo productivo" que heredaron de Eduardo Duhalde y que hicieron suyo la Argentina continuará creciendo a un ritmo vertiginoso en los próximos años, en el exterior predomina el escepticismo. Mal que nos pese, se prevé que la bonanza excepcional que hemos disfrutado últimamente no tardará en agotarse a causa de los desequilibrios económicos, la inflación creciente, el aumento excesivo del gasto público, las presiones sindicales y la falta de inversiones productivas, sobre todo en el sector energético. Puede que hayan exagerado la importancia de los factores negativos aquellos que piensan que una vez más está por repetirse el conocido ciclo argentino en que un período de expansión promisoria se ve seguido por un colapso traumático pero, a menos que el gobierno de Cristina tome medidas que sirvan para persuadirlos de que por fin el país ha roto con sus tradiciones desafortunadas en la materia, no vendrán las inversiones en escala suficiente como para asegurar que el crecimiento rápido de los últimos años sea más que un repunte pasajero posibilitado por los precios internacionales insólitamente altos que se pagan por los productos del campo.