Tengo setenta años. Toda mi vida consciente ha transcurrido entre momentos de horror por lo que ocurría en nuestro país, y momentos de esperanza, que invariablemente terminaron en fracasos que nos empujaban un peldaño más abajo por la triste escalera de la decadencia.
Hoy, oscilo entre la resignación, pensando que alguna vez deberá ocurrir el milagro, pero no llegaré a verlo (y peor aún, quizás tampoco mis hijos), y una rabia impostergable, porque sé que no somos el país de incapaces que parecemos y que ni siquiera hay mayores impedimentos objetivos para organizarnos exitosamente.
No obstante, una mirada a nuestra realidad actual descorazona.
Vemos el escándalo del hambre y la desnutrición, la inicua marginalidad estructural, indigencia y pobreza, el deterioro imperdonable de la educación y de la salud públicas, el federalismo reducido a una parodia, la separación de poderes exangüe, el señoreo del delito, la prensa extorsionada, el periódico atraco del Estado a los particulares, la política pervertida medularmente por la compraventa de voluntades, excesivas normas incumplidas enseñando el cinismo y la anomia, la acción política embotada por la corrupción y nuestro pobrísimo desempeño económico durante la segunda mitad del siglo XX.
Para cualquiera que no esté tan encerrado en el sistema como para haber perdido toda perspectiva, o no se ciegue con la indiferencia, debería estar claro que vamos mal. Y que si no hacemos cambios profundos en nuestra cultura política, seguiremos frustrándonos.
No estamos condenados al fracaso ni al éxito.
La historia tiene constricciones, pero no está determinada y la hacemos nosotros. No algún malo de las fantasías conspirativas, ni un rey mago que nos regale algo.
Un futuro mejor depende sustancialmente de que logremos forjar un acuerdo de voluntad colectiva que, amalgamando ideas y práctica, nos una en un proyecto común, capaz de metabolizar las diferencias.
Un proyecto apto para transformar el país, que reconcilie con eficacia objetivos ambiciosos con las limitaciones fácticas, sin ahogarse en las mezquindades del corto plazo, ni intoxicarse irresponsablemente con utopías. En eso consiste la genuina imaginación política, que, como toda imaginación práctica, en su mejor ejercicio logra reinventar la realidad.
¿Qué podemos hacer concretamente? Forjar la herramienta adecuada para accionar el cambio. Un partido político, pero con las cualidades indispensables.
Un partido genuinamente democrático, respetuoso de las instituciones, que deseche el caudillismo infantilizante y cuyo factor de cohesión sea el proyecto y una metodología; un verdadero proyecto bien entendido es una creación colectiva, compleja y perdurable, no un "acuerdo pragmático" improvisado en vísperas de elecciones. Un partido acendrado en su moral, ya que ninguna acción que no se ajuste a una moral puede evitar desvirtuarse, y tener en claro que los fines nunca resultan mejores que los medios con que se lograron. Un partido popular, que se haga cargo de enfrentar de veras nuestras llagas sociales, renunciando a la engañosa facilidad que ofrece la economía iletrada de ese socialismo mágico que es el populismo. Que no niegue trasnochadamente la función del mercado como el medio más apto para generar posibilidades materiales, ni incurra en la simplicidad de echarle la culpa por los brutales desaguisados de nuestra década del noventa, pero acepte la legítima función del Estado para corregir las injusticias y los desvalimientos, y sepa hacerlo con conocimiento y eficiencia. Que excluya el clientelismo, no se consienta oportunismos, renuncie a la mentira y ejerza la política con respeto hacia los adversarios. Que contribuya a formar dirigentes serios, cuadros idóneos, y, sobre todo, ciudadanos lúcidos e informados, que asuman su incumbencia en el destino común. Que distinga entre las palabras y los hechos, y entre los hechos fecundos y los hechos estériles; estamos saturados de ademanes vacíos y buenas intenciones inoperantes.
Este partido es una social-democracia seria y actualizada, afín a las que en todo el mundo han obtenido los mejores logros en integrar las sociedades, moderar las desigualdades y hacer feliz a la gente.
Su creación llenaría un vacío que apremia, dada nuestra actual carencia de verdaderos partidos. Más allá de su vocación republicana y cierta vitalidad en algunas provincias, el radicalismo hoy es sólo ruinas aquejadas de retórica; el peronismo, pese a su vigor y arraigo popular, ha quedado reducido a un aparato clientelista para tomar el poder y hacer negocios, con la veleta ideológica librada a los cuatro vientos; el socialismo, fuera de Santa Fe, es una desafortunada dispersión de fragmentos; los partidos de derecha, apenas un sello de goma; los de izquierda, la convulsión de grupúsculos. Y los partidos nuevos no superan el trauma de su nacimiento personalista y en algún caso oportunista.
No obstante, hay en ellos mucha gente seria, capaz y honesta, con genuina vocación de servicio, que aquilata y da ley a las ambiciones. A ellos, así como a todos aquellos que estén dispuestos a remontar la desesperanza, es preciso convocar e integrarlos.
La responsabilidad mayor recae en los actuales dirigentes, quienes, para subsanar la inoperancia de la oposición, deberían admitir las limitaciones de sus propios partidos, juntar fuerzas y confluir en la formación de uno nuevo, empeñándose en moderar sus ambiciones personales, sortear los antagonismos y las ofensas del pasado, y atemperar con generosidad, cuando sea posible, el juicio acerca de los otros. Asimismo, deberían evitar empantanarse en fundamentalismos ideológicos, que sólo producen cenáculos puristas y castran toda posibilidad de una convocatoria amplia. Las diferencias podrán aportar a una dinámica más rica y permitir que la constelación opaque a las estrellas.
Conformar este partido es necesario. No una mera alianza. Sólo un partido integrado puede generar las lealtades y el campo de energía imprescindibles para actuar con eficacia. Un partido que con entidad suficiente, conducta y un buen proyecto logre galvanizar el hartazgo social, diferenciarse, ser creíble y desatar la profunda movilización que inaugure, en serio y de cuajo, una nueva y fundacional manera de hacer política, donde pueda florecer la Argentina que merecemos.
No es fácil. Tampoco imposible. Requiere coraje, capacidad, amplitud de miras y renunciamiento. Pero, después de todo, con estos hilos y no con menudencias, está tejida la urdimbre de la Historia.
ENRIQUE KLEPPE (Empresario y graduado en Filosofía.)
Especial para "Río Negro"