Ricardo López Murphy tiene buenos motivos para sentirse dolorido por los resultados de las elecciones del domingo pasado. Aquel 16% de los votos que obtuvo en 2003 se vio reducido a un magro 1,45% que ni siquiera fue suficiente como para permitirle ser diputado nacional. Por tratarse de una persona que hasta sus adversarios reconocen posee las cualidades que deberían asegurarle un lugar destacado en la política nacional, el que fuera repudiado de tal modo por el electorado no puede considerarse un hecho positivo, pero, si bien es comprensible que haya pensado en retirarse definitivamente de la vida pública debido a que, como afirmó, "objetivamente tengo una dificultad enorme en materia electoral", acaso le convendría reconocer que su fracaso fue consecuencia no tanto de sus eventuales deficiencias como candidato presidencial o de su heterodoxia ideológica cuanto de una coyuntura atípica, ya que muchos que de otro modo lo hubieran apoyado decidieron a último momento que sería más útil votar por Elisa Carrió o incluso por Roberto Lavagna, un candidato de ideas muy distintas de las suyas, por creer en la posibilidad del ballottage. Si bien en esta ocasión el voto opositor fue dividido entre más de una docena de aspirantes, las elecciones presidenciales siempre tienden a ser binarias y por lo tanto fue natural que los más interesados en frenar a los Kirchner que en respaldar propuestas determinadas se encolumnaran detrás de uno de los dos candidatos que parecían estar en mejores condiciones de hacerlo. Cuando de votar por el mal menor se trata, los méritos relativos de los distintos candidatos suelen importar muy poco.
Una consecuencia de la atomización que desde hace muchos años es una de las características más notables de la vida política argentina consiste en que demasiadas personas creen que el único puesto electivo valioso es la presidencia de la República, o sea que a su juicio es una cuestión de todo o nada. Mientras que en las democracias consolidadas sus equivalentes se conformarían con desempeñar papeles cada vez más significantes en un partido con la esperanza de que andando el tiempo sus correligionarios optaren por elegirlos como candidatos presidenciales, aquí lo habitual es que los políticos ambiciosos funden su propio partido personal, apostando a que su "carisma" les permita cautivar el electorado. Es lo que ha hecho López Murphy, pero no prosperaron sus esfuerzos por ampliar su base de sustentación aliándose con otros dueños de aparatos recién construidos como Mauricio Macri. Éste, envalentonado por el caudal electoral imponente que le dieron los porteños, decidió abandonarlo a su suerte, apoyándolo con tibieza llamativa sólo en la Capital Federal, por no querer verse vinculado con una derrota previsible. Huelga decir que tanta mezquindad no benefició en absoluto al futuro jefe de gobierno porteño. Antes bien, los resultados pobres logrados por sus candidatos en su propio distrito y su forma poco elegante de tratar a quien había sido su socio principal hicieron dudar de que resulte capaz de construir un movimiento de alcance nacional.
Incluso el presidente Néstor Kirchner dice entender que sería bueno que el país contara con un partido genuino de la centroderecha uno que es de suponer se aglutinaría en torno a las ideas representadas a su manera por López Murphy, que estuviera en condiciones de alternar en el poder con otro de la centroizquierda encabezado presuntamente por él mismo. Mientras no existan partidos que sean comparables con aquellos que gobiernan o que encabezan la oposición en todas las democracias del mundo desarrollado, la Argentina seguirá siendo un país en que abunden los dirigentes en potencia que, por no lograr ubicarse en el crónicamente confuso panorama nacional o por tener "una enorme dificultad en materia electoral", optan por borrarse, empobreciendo así todavía más un orden político que ya es desolador. Es de esperar, pues, que personas como López Murphy, que están en condiciones de continuar aportando mucho y valioso al país aun cuando no les sea dado ser una de las muy pocas que logren erigirse en presidente, acepten que un fracaso electoral, por resonante que sea, no significa que no les quede más alternativa que la de replegarse de la política.