Algunos políticos y funcionarios se destacan por su capacidad para reaccionar como es debido ante un hecho imprevisto y doloroso porque, sin comprometerse con ninguna hipótesis determinada, logran brindar la impresión de entender la importancia de lo sucedido y de ser más que capaces de manejar las secuelas. En cambio, otros se refugian en el silencio con la esperanza de que su imagen personal no se vea afectada o se aferran a la explicación que más les conviene. Como acaba de recordarnos su conducta frente al asesinato brutal de tres policías en La Plata, la mayoría pertenece a la segunda categoría. Antes de que comenzaran a aclararse los hechos, tanto el presidente de la República como varios funcionarios bonaerenses dieron por descontado que se trataba de un "mensaje mafioso" con fuertes connotaciones políticas destinado a incidir en las elecciones del domingo.
Según Néstor Kirchner, se trataba de un intento macabro por parte de sujetos relacionados con la represión ilegal de los años setenta de intimidar a las autoridades para que dejen de insistir en enjuiciarlos, mientras que los vinculados con el gobierno bonaerense de Felipe Solá han preferido atribuirlo a ex policías exonerados por corrupción, aunque más tarde manifestaran dudas al respecto puesto que por diversos motivos los investigadores propenden a sospechar que los asesinos eran delincuentes, tal vez ex presos, que conocían a por lo menos dos de sus víctimas, y que es poco probable que haya sido cuestión de un crimen político. Este planteo molestó tanto a Kirchner que insinuó que, si se detuviera a personas desvinculadas con la represión ilegal, serían "perejiles" elegidos a fin de despistar a la ciudadanía. Fue una intervención desafortunada. Si bien es factible que su teoría original resulte acertada, hasta que cuente con información confiable el presidente debería desistir de intentar politizar la investigación.
Es sin duda comprensible que Kirchner, Solá, el ministro de Seguridad bonaerense León Arslanian y otros hayan querido vincular los asesinatos con la política electoral. También lo es que no les guste que desde el punto de vista de los demás sea una prueba más de que los habitantes del conurbano bonaerense viven en una zona azotada repetidamente por la violencia en que tanto los policías como los ciudadanos comunes podrían ser asesinados en cualquier momento. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, habló con franqueza desconcertante cuando dijo que la oposición "quiere que este caso aparezca como un tema de inseguridad cuando en verdad es un mensaje propio de ciertos sectores de la Argentina", pero ocurre que las dos tesis así expresadas distan de ser incompatibles, ya que es posible que el "sector" conformado por los delincuentes comunes que pululan en el conurbano sí hayan querido enviar un "mensaje" a la Policía bonaerense y, a través de ella, a la sociedad en su conjunto.
El que de manera tan explícita Fernández haya procurado reivindicar la teoría de su jefe al buscar distinguir entre la política por un lado y la inseguridad ciudadana por el otro es alarmante. Lo entienda o no, le corresponde al gobierno encabezar la lucha contra el crimen. Hablar como si a su juicio fuera impropio que la oposición relacionara un crimen atroz con la sensación de inseguridad que se ha difundido en jurisdicciones habitadas por millones de personas es por lo tanto absurdo. Por las razones que fueran, ni el gobierno nacional ni el bonaerense han podido asegurar el orden y el respeto por la ley en el Gran Buenos Aires donde los asesinatos, los secuestros y los robos se han hecho rutinarios. Aunque participen en el crimen individuos vinculados con el aparato represivo armado por la dictadura militar, la mayoría abrumadora de los delitos es obra de quienes se formaron en los bolsones de pobreza, ignorancia, desocupación y clientelismo impúdico que desde hace décadas constituyen una parte importante de la realidad argentina y que con cada crisis propenden a crecer. Remediar esta situación debería ser una prioridad del gobierno nacional y del provincial, pero parecería que están tan acostumbrados a minimizarlas que se indignan cuando políticos opositores tratan de llamar la atención sobre las lacras que existen.