Aunque los líderes del Partido Comunista chino, una organización con 70 millones de miembros, parecen creer que andando el tiempo su país tendrá que democratizarse, quieren demorar las reformas en tal sentido por lo menos cien años. Como señaló el presidente Hu Jintao al iniciarse el XVII Congreso partidario, antes de intentarlo tendría que concluir la fase de lo que llama "modernización socialista" que, supone, significa que sus compatriotas tendrán que conformarse con el sistema autoritario vigente hasta el próximo siglo. Tanta cautela puede comprenderse, ya que permitir a la ciudadanía elegir sus gobernantes causaría muchos problemas en un país de más de 1.300 millones de habitantes en que las diferencias regionales, económicas, sociales e incluso lingüísticas son muy grandes, pero no hay ninguna garantía de que la mayoría esté dispuesta a esperar tanto tiempo. Como no pueden sino entender los dirigentes menos dogmáticos, una consecuencia inevitable del progreso económico ha sido la formación de una clase media amplia que, lo mismo que sus equivalentes de otras partes del mundo, es reacia a tolerar indefinidamente la tutela de una casta cerrada, sobre todo por tratarse de una que está comprometida con una teoría socioeconómica "científica" que a esta altura muy pocos toman en serio.

China ha progresado muchísimo desde hace más de un cuarto de siglo en base a una especie de pacto tácito según el cual el gobierno deja que una variante sui géneris del capitalismo liberal impulse la economía y a cambio la ciudadanía le permite conservar su monopolio sobre la política. Si bien los comunistas hablan como si dieran por descontado que el marxismo constituye la fuente de su legitimidad, son claramente conscientes de que en verdad se deriva de su manejo hasta ahora exitoso de la economía. Por lo tanto, en el caso de que se interrumpiera el período prolongado de crecimiento vertiginoso que China está disfrutando, sería más que probable que estallara una crisis política mayúscula. Mientras los dirigentes puedan insistir en que es mejor privilegiar el crecimiento que arriesgarse emprendiendo cambios políticos de consecuencias imprevisibles, podrán continuar suprimiendo el disenso con las medidas draconianas habituales, pero de descarrilarse la economía se haría penosamente evidente que su autoridad descansa en nada más que la fuerza física.

Por lo demás, China pronto ingresará en una fase en que el crecimiento económico dependa cada vez más de la libertad de expresión, sin la cual es imposible discutir las nuevas ideas y métodos que en los países más avanzados constituyen el motor principal del progreso material. Innovaciones como la supuesta por la internet no hubieran sido posibles en una sociedad dominada por un partido único que pretendiera controlar absolutamente todo, pero a menos que los investigadores chinos puedan emular a los occidentales y a los indios , su país seguirá siendo una factoría inmensa que en última instancia dependa de la inventiva extranjera. Parece imposible que en la actualidad una economía pueda avanzar más allá de cierto punto si rige un sistema tan autoritario como el chino, de modo que se acerca el día en que los jerarcas comunistas se verán obligados a elegir entre el progreso económico por un lado y enfrentar los riesgos que les supondría aceptar el pluralismo político por el otro.

El comunismo conoció su mejor momento hace décadas cuando el temprano modelo industrial, con fábricas que empleaban a decenas de miles de obreros que cumplían tareas rutinarias, favorecía formas de organización burocráticas equiparables con las militares, pero dicho modelo se ha visto reemplazado por otro mucho menos rígido en que lo más importante es la capacidad para aprovechar la iniciativa personal de una cantidad creciente de individuos. Si bien es del interés de los comunistas mismos aferrarse a un modelo político anticuado, no tardará en llegar el día en que estorbe tanto el progreso que se vean constreñidos a reconocer que para que China crezca todavía más el Partido Comunista tendrá que abandonar su monopolio del poder político tal y como lo hizo en 1979, de la mano de Deng Xiaoping, con el poder sobre todas las actividades económicas.