El uso de las tecnologías en Argentina no puede comprenderse sin sus circunstancias sociales, con las que forma un sistema inseparable. Es tan coherente como la historia del país, consecuencia de las acciones de gobernantes, empresarios y gobernados (con lógicas diferencias en alcance y eficacia) en pos de sus propios intereses. Con contadas excepciones, que he destacado en una larga serie de notas en este diario, los grandes emprendimientos tecnológicos hicieron más ricos a los poderosos y más pobres a los débiles (el cociente entre los ingresos del 10% más rico de la población y del 10% más pobre era 15 en 1990 y más de 50 en 2002). El análisis histórico muestra que el fenómeno tecnológico argentino está gobernado por tres factores principales: el uso irrestricto y sectario del poder por los gobernantes, el oportunismo empresario y el clientelismo de los gobernados. Estos factores condicionan drásticamente las elecciones tecnológicas viables y la distribución de sus beneficios.
Desde la época colonial los gobernantes del país y sus asociados se apropiaron del patrimonio privado y público. Las encomiendas indígenas enriquecieron a los escasos encomenderos, empobreciendo y marginando a los indígenas más avanzados, los agricultores del centro, noreste y noroeste del país. Con la excusa de conflictos políticos, las productivas misiones jesuíticas fueron primero confiscadas y luego apropiadas por el grupo dominante. La libre caza de los ganados cimarrones de las pampas se restringió hasta la consumación de su apropiación privada en las estancias. Las mercedes de tierras hechas por los gobernantes coloniales, y mecanismos como la ley de Enfiteusis después, agotaron la disponibilidad de las tierras más productivas luego del fin de la resistencia armada indígena.
La ideología de los grupos dominantes, pero no su codicia, varió alocadamente en el correr de los años. Durante la época colonial se enriquecieron los conquistadores devenidos en encomenderos, junto con los grandes comerciantes del interior, primero, y de Buenos Aires, después. En la época de Rosas multiplicaron sus tierras los grandes estancieros, mientras que los gobernantes de fines del siglo XIX y comienzos del XX promovieron a los grandes productores agrícolas. La "hora de la espada" iniciada por la revolución de Uriburu (1930) desplazó del poder a las clases medias aduladas por Yrigoyen y sobreprotegió a industriales que fabricaban sólo para el consumo interno. El golpe militar de 1943 favoreció de modo clientelista a los más pobres. El poder de los grandes capitales industriales fue derrotado en 1962 y en 1976 se inició el auge de "la patria financiera". En la década de 1990 dominaron los grandes capitales nacionales aliados con los extranjeros y a partir de 2003 se esboza, de modo esperanzador pero con resultado incierto, un impulso a los pequeños y medianos productores agrícolas e industriales, mientras los indígenas del Gran Chaco mueren de inanición.
En este variado contexto de poder abusivo y excluyente, de codicia ilimitada y de complicidad militante o resignada, la función predominante de las tecnologías no fue la resolución de los problemas básicos de las mayorías sino el enriquecimiento de sus dueños y administradores. A lo largo de toda la historia argentina los grandes emprendimientos tecnológicos (ferrocarriles, frigoríficos, transportes urbanos, Aluar, Yaciretá...) han estado sospechados de corrupción. Los sobreprecios, la obsolescencia inicial, las subprestaciones, la falta de mantenimiento y de expansión de los servicios no han sido la excepción sino la regla. Rara vez se logró obtener pruebas fehacientes y, cuando esto sucedió, la Justicia no se expidió en consecuencia. Cuando el senador nacional Lisandro de la Torre secuestró en la década de 1930 los libros secretos de contabilidad del frigorífico Anglo que acreditaban sin lugar a dudas grandes evasiones de impuestos su denuncia fue archivada por la mayoría pro gubernamental del Senado.
El único límite a los excesos de los gobernantes es una justicia eficaz e independiente. El proverbial "se acata pero no se cumple" de la época colonial sigue vigente porque los jueces no
son electos por voto popular sino designados por las mismas minorías que deben controlar. Las cárceles están llenas de pequeños ladrones de ropa, comida y electrodomésticos, mientras los grandes saqueadores de las arcas del Estado disfrutan libremente sus mal habidos bienes. El país tiene instituciones débiles porque lo que gobierna no son principios estables, como la generalización del bienestar y la protección incondicional de los más débiles, sino los cambiantes intereses de todopoderosos a quienes pocos se animan a contrariar, no ya a denunciar. La anomia argentina que tantos escritores redescubren periódicamente es una de nuestras más antiguas y enraizadas prácticas culturales.
En estas circunstancias tal como hicieron los débiles campesinos medievales ante los acorazados caballeros feudales la supervivencia se logra canjeando con el poderoso los bienes disponibles: antes, productos por seguridad personal; hoy, votos y complicidad por prebendas oficiales. Así como las pequeñas tribus indígenas sojuzgadas por los incas creyeron asegurar su supervivencia sirviendo a los conquistadores, los marginados de hoy creen hacerlo afiliándose al partido gobernante. Si nuestra cultura estimulara la resolución individual de los problemas, las tecnologías serían el medio más idóneo para ello, pero no es así. Por ejemplo, desde la infancia se nos inculca en la escuela que, si nuestro barrio tiene problemas de agua potable, debemos reclamar a las autoridades, no organizar una cooperativa para su provisión. En esta predominante visión nacional los mediadores políticos son indispensables y la relación clientelar es el único medio que los desposeídos creen capaz de resolver sus problemas más graves. El desarrollo personal y la buena organización comunitaria son superfluos o peligrosos.
Al primar oscuros intereses particulares, el futuro social es mayoritariamente imprevisible. La respuesta adaptativa a esta característica del medio, tanto en el campo biológico como en el social, es el oportunismo, la visión de corto plazo, la improvisación. En vez de buscar las metas mediante una racional planificación de acciones, se busca vincularse con "el gobernante de turno". Un empresario oportunista no invertirá en forestar porque sabe que en los largos años que tarde su cosecha en madurar demasiadas cosas pueden arruinar su inversión. Invertirá sólo cuando tenga asegurado el monopolio del mercado durante un tiempo superior al de amortización de sus inversiones. Concentrará sus actividades en negocios que multipliquen su capital en el mínimo de tiempo y demanden el menor esfuerzo posible: en el buen negocio de hoy, no de mañana. Si es un proveedor del Estado, no invertirá en desarrollar mejores productos por el mismo precio o iguales que los de la competencia a un precio menor. Sabrá que lo más probable es que las especificaciones de la licitación favorezcan a un "apadrinado" y que la mejor "inversión tecnológica" es comprar los "favores" del responsable de la adjudicación. Como cree que no hay norma de cumplimiento asegurado, el oportunista prefiere el atajo de las influencias políticas y el soborno.
Hay innumerables ejemplos históricos de estos comportamientos argentinos y sus destructivas consecuencias. La inescrupulosidad, codicia y falta de inversiones de los encomenderos destruyó su propia fuente de ingresos: los encomendados. La mala administración de las misiones jesuíticas, los establecimientos tecnológicamente más actualizados de la época colonial, disminuyó o agotó su capacidad productiva. Grandes latifundios fueron usados sólo como pasturas naturales. Los ganados perduraron porque se reproducían solos y la ganadería era el uso más rentable de los campos con el mínimo de inversiones. La conversión a la agricultura se hizo recién cuando empresarios británicos descubrieron que podían multiplicar aquí sus capitales más rápido que en Europa construyendo ferrocarriles que serían sobrepagados por los mismos argentinos (con las correspondientes "comisiones") y que además les traerían más baratos los cereales que tanto necesitaban.
Las consecuencias están a la vista: el abuso gubernamental del poder, el oportunismo empresario y el clientelismo ciudadano son la receta infalible para la profundización de la desigualdad social.
CARLOS E. SOLIVÉREZ (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Doctor en Física y diplomado en Ciencias Sociales.
E-mail: csoliverez@gmail.com