Coincido con quienes piensan que ni los políticos (gobernantes o no) ni gran parte de la intelectualidad nacional supieron advertir (o al menos reconocer a tiempo) las gravísimas consecuencias que sufriría la estructura social argentina después de los duros golpes asestados traicioneramente por decisiones de la dirigencia de turno. Convertibilidad, privatizaciones, desmantelamiento y venta a precio vil de las empresas estatales, flexibilización laboral, bancos subsidiados a pesar de la usura (hoy reconocida por el propio gobierno), "corralones" y "corralitos", empobrecimiento, inequitativa distribución de la riqueza, desindustrialización, profundización de la corrupción, empeoramiento de la calidad institucional, escuelas y universidades públicas desatendidas, entre tantas otras lacras.
De manera lenta pero inexorable todo se fue conjugando hasta degradar in extremis una democracia inmadura.
Así nos encontró el 2001, mirando por televisión cómo el país fracasaba una vez más y, entre las esquirlas del gobierno que se iba, saqueos descontrolados y muertes no queridas, todos clamábamos por la ida de todos.
Pocos se fueron y los que quedaron rápidamente supieron reacomodarse.
La gente, desilusionada, guardó las cacerolas y regresó a sus casas, sabiéndose marginada por la democracia.
Mientras tanto, aferrados a la necesidad de su propia subsistencia, anómica y egoísta, ni los partidos, ni los sindicatos, ni la Iglesia, ni los empresarios fueron capaces de generar ideas ni articular acciones apropiadas para rescatar del empobrecimiento a miles y miles de argentinos.
De a poco, ese pauperizado ejército ciudadano fue improvisando respuestas. A su manera. Intentando la reconquista de viejos logros o la satisfacción inmediata de una urgencia, al tiempo que reclamaba como exigencia la necesidad de diseñar hacia adelante un modo de vida más digno y equitativo.
En el marco de esas nuevas expresiones se inscriben, por ejemplo, las "tomas" o "asentamientos" compulsivos de tierras por parte de familias que rápidamente levantan una casita de chapa y "cantonera" entre cuatro estacas, echando a vivir allí sus ilusiones.
Pero sin dudas, el punto donde la protesta social se ha instalado más tozudamente es la ruta. A diario, la geografía nacional registra un nutrido calendario de "piquetes", descubierto desde hace un tiempo como herramienta rápida y (casi siempre) apta para la exposición pública de un reclamo.
Así, entre cubiertas humeantes y algún cartel pintado a las apuradas, trabajadores desempleados, rurales, docentes, viales, empacadores y tantas otras muchas expresiones sociales diseñan soluciones para sus problemas en improvisadas asambleas celebradas sobre el asfalto cómplice, explicitando demandas que casi siempre es necesario advertirlo están respaldadas por la justicia intrínseca de la consigna; por caso (emblemático si los hay), el de los entrerrianos que se levantan tozudamente en contra del funcionamiento de las pasteras contaminantes instaladas en territorio uruguayo.
El piquete se ha transformado en actor protagónico dentro del deshilachado escenario democrático que hoy ofrece la Argentina, con partidos políticos fragmentados, absolutamente disociados del cuerpo social, y sindicatos que han licuado (en muchos casos de manera deliberada) su capacidad de iniciativa política.
En este contexto, los postergados de siempre intentan, como pueden, encontrar una salida a sus clamores cotidianos.
El corte de ruta, entonces, marca la aparición de una nueva forma de hacer política en la Argentina y, desde aquella recordada jornada en Cutral Co que dejó incorporada a Teresa Rodríguez al martirologio popular, otros nombres también jóvenes, como el del maestro Fuentealba, se han ido sumando a esa memoria trágica.
La historia indica que, a pesar de la impresionante cantidad de muertes inocentes que este país se ha permitido en los últimos treinta años, poco o nada ha cambiado y los políticos nos siguen entreteniendo con la cáscara de una democracia vaciada en su contenido pero que sigue siendo hipócritamente maquillada cuando soplan vientos electorales.
Creo entonces que se impone un debate sincero alrededor de esta nueva mecánica contestataria.
¿Sirve para modificar la esencia del actual estado de cosas o se agota en sí misma con la satisfacción más o menos inmediata del reclamo expuesto en el piquete?
¿Qué costo adicional nos depara la profundización de una metodología que termina enfrentando a los ciudadanos entre sí?
¿Es posible (necesario, tal vez) reemplazarla por alguna otra menos conflictiva?
¿Quién se beneficia cuando un pobre pelea contra otro pobre?
Desde estas páginas propongo que reflexionemos al respecto.
MARIO ÁLVAREZ (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado