La patria de un escritor es su lengua. La lengua en la que escribe, en la que piensa, sueña y putea. El resto de los mortales que la usamos para los menesteres cotidianos no la sentimos tanto como una patria, ni reflexionamos mucho sobre ello.
Pero de hecho cuando por determinadas circunstancias debemos cambiar de lengua o de lenguas, siempre un resabio, una marca de origen les hace conocer a los nativos de ese idioma que quien habla o escribe es un adoptado y adaptado.
Hay casos de simbiosis total, de llegar a perder todo acento, toda respiración particular que tiene una lengua o un dialecto.
Hay casos entre los diferentes dialectos de un mismo idioma que por razones laborales o de integración las personas tratan de borrar las huellas de su dialecto. Sucedió con moriscos y judíos en España en la antigüedad, sucede ahora con muchos sudamericanos que buscan dejar de ser "sudacas" y una de las formas de pasar inadvertidos es transformarse en un hablante de la región en la que habitan.
Pero estos casos se dan fundamentalmente por ciertas presiones, en algunos casos discriminatorias, en otras les va en riesgo la vida. En general, hay cierta resistencia psicológica en los trasplantados a otro terruño a no perder la morada de su lengua. Lo vemos a diario con algunos emigrados españoles o italianos que llevan más tiempo de vida en Argentina que en sus países de nacimiento, pero que siguen conservando el aire de su tierra en algunas zetas, modismos, en la deficiente pronunciación de alguna palabra o en el tono de su habla.
En el fondo se resisten a perder lo último que les queda de su origen, el hilo por el cual se mantienen unidos a una tierra que se ha ido esfumando en la memoria, unidos a una identidad que mucho tiene que ver con la morada y que se resisten a dejar la casa de la lengua propia.
Los escritores son los arquitectos que trabajan con esa casa, ellos tienen una especial sensibilidad para ahondar todos los días en esos materiales con que crean su obra.
Desde esa perspectiva siempre me ha llamado la atención Julio Cortázar, vivió 33 años en Francia, durante muchos períodos de tiempo no pudo regresar a la Argentina, sin embargo, casi toda su obra está caracterizada por un lenguaje tan argentino, a veces tan porteño que parece que nunca se fue de los arrabales de Buenos Aires.
Cortázar mismo se reía y comentaba a principios de los '80, que la lengua en la que escribía era la lengua de Buenos Aires de los años '50, la que seguía llevando en la memoria, una lengua que en muchos de sus giros y formas ya no se hablaba y sin embargo, Cortázar recreaba con suma maestría 20 ó 30 años después.
Cortázar, como tantos emigrados, se resistía a dejar aquellos sonidos, aquella atmósfera creada por las palabras que lo transportaban a un lugar en el que la ausencia era un poco menos notable.
NESTOR TKACZEK
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