En una democracia saludable, la "opinión pública", es decir: lo que piensan los que no participan formalmente de la política pero entienden muy bien la importancia de obligar a quienes sí lo hacen a acatar ciertas reglas básicas, puede limitar la cantidad de abusos que se cometen. En cambio, en aquellas sociedades en que la cultura democrática dista de estar tan arraigada como muchos quisieran creer, la gente se acostumbra a tolerar prácticas reñidas con la ética hasta tal punto que los profesionales de la política terminen conformando una casta aparte cuyos integrantes se comportan como si se supusieran miembros de una especie de aristocracia privilegiada. Es lo que ha sucedido en nuestro país. Desde hace muchos años la "clase política" es notoria por el espíritu corporativista de sus integrantes. A pesar de estar vinculados con movimientos distintos, propenden a actuar como militantes de un partido único. Esta tendencia se ha visto fortalecida por la confusión ideológica imperante, por la desintegración de los partidos significantes y también por la actitud de los muchos que insisten en que todos los políticos son iguales.
A fines del 2001 y comienzos del 2002, pareció que la Argentina estuviera en vísperas de reformas profundas destinadas a hacer que el sistema político fuera más representativo y por lo tanto más democrático. Sin embargo, no bien empezó a hacerse sentir la recuperación económica, el repudio a la política tal y como la practicaban en nuestro país se convirtió en indiferencia. Conscientes de que no habría alternativa al sistema tradicional, la mayoría optó por desempeñar un papel pasivo: el de espectador. Los resultados están a la vista. Luego de colmar al presidente de "superpoderes", de tal manera lavándose las manos de sus funciones básicas, el Congreso ha degenerado en una suerte de escribanía que sólo sirve para cohonestar las decisiones del Poder Ejecutivo. Y el grueso de los políticos entendió que, por humillante que pudiera considerarse la brecha que lo separa de la ciudadanía, le supondría una ventaja sumamente valiosa, ya que garantizaría que pocos procuraran prestar atención a las normas que en teoría deberían respetar.
No es demasiado sorprendente, pues, que cara a las elecciones del día 28 las listas partidarias estén atiborradas de personajes cuyos méritos consisten en que son familiares de alguno que otro dirigente influyente. Según se informa, nunca antes hubo tantos cónyuges, hermanos, hijos, cuñados y otros que esperan conseguir una banca parlamentaria u otro puesto electivo bien remunerado. Se trata de una modalidad que, con su ejemplo, el matrimonio gobernante está ayudando a institucionalizar. Acaso sea natural dicha tendencia, sobre todo en una sociedad que es renombrada por la falta de confianza mutua que caracteriza a sus integrantes y en la que para muchos la familia constituye una fortaleza donde pueden protegerse contra un mundo hostil, pero es claramente perversa. Después de todo la inclusión de tantos parientes, más una cantidad sin duda mayor de amigos personales, en las listas partidarias supone la exclusión de quienes no se ven beneficiados por vínculos personales.
Todos los políticos coinciden en que es muy pero muy malo que la sociedad argentina, que una generación o dos atrás era relativamente igualitaria, sea en la actualidad una de las menos equitativas en el mundo. A juzgar por lo que está ocurriendo, la estratificación cada vez más rígida así supuesta no se limita al reparto de los bienes materiales sino que también afecta a la distribución del poder político, el que, huelga decirlo, es una fuente al parecer inagotable de riqueza económica. A menos que se revierta esta tendencia, la Argentina del siglo XXI será un país aún más oligárquico que el de fines del siglo XIX merced a los esfuerzos de individuos que, si bien se afirman resueltos a reducir las diferencias que separan a los distintos sectores y tomar medidas destinadas a asegurar que los beneficios del crecimiento sean repartidos de forma equitativa, defienden con uñas y dientes los privilegios de una oligarquía política hereditaria que, como la nobleza europea de otros tiempos, se ve aglutinada no por principios y convicciones compartidos sino por sus lazos de parentesco.