Los jefes de las revoluciones del continente europeo que abrieron las puertas a la irrupción del mundo moderno soñaron con que sus banderas flamearan sobre las ruinas de las monarquías absolutistas de toda Europa. Y, a sangre y fuego, lo lograron. En Francia la guillotina hizo su trabajo con el Capeto Luis XVI y la austríaca María Antonieta y en Rusia, hace poco menos de 90 años, un pelotón bolchevique asesinó a los herederos de la dinastía Romanov, que había hambreado al país durante 400 años.
Del mismo modo que a los Romanov, las tormentas de la primera guerra mundial se llevaron a los Habsburgo y, unos años después, a los Borbones en la vieja España que, a principios de los treinta, fue convertida en república. Sobrevivieron en el poder, pero atadas a la ley, las casas reales del Reino Unido, Holanda y Bélgica y renacieron los Borbones, gracias a Francisco Franco. Sobre el fin de la Segunda Guerra Mundial insurrecciones populares y el Ejército Rojo destronaron a las reyecías de la Europa balcánica.
Este año en noviembre la Revolución Rusa cumplirá 90 años, pero su creación, la Unión Soviética, dejó de existir. Murió, se diría, de muerte natural. Por eso, y por la degeneración del ideal comunista en otros países (China es el mejor ejemplo), sólo sobrevive la utopía de los disconformes con un sistema, el capitalismo, tan capaz de inundar el planeta con nuevas tecnologías de producción en masa como incapaz de responder a las esperanzas de paz y bienestar de los pobres del mundo.
Hoy, ya en el séptimo año del siglo XXI, asistimos a una nueva "Bella Epoca" del universo unipolar burgués, inaugurada desde el derrumbe de la URSS. Es similar a la que nació con la derrota de la Comuna de París en 1871 último sacudón del siglo subversivo francés que comenzó en 1789 y concluyó con la Primera Guerra Mundial y la consiguiente ola revolucionaria. La diferencia está en que, ahora, una guerra nuclear puede freírnos a todos y ponerle fin, entonces sí, a la historia de la humanidad.
Como la Francia napoleónica y la URSS con sus ejércitos, los revolucionarios cubanos quisieron repetir sus triunfos en otros territorios tercermundistas y apoyaron la militancia de jóvenes que, hartos de los golpes militares, la traición de los políticos y la pasividad de los partidos de izquierda, abrieron fuego contra la encerrona de dictaduras militares y democracias degradadas. Fueron desaparecidos, torturados, asesinados por decenas de miles en toda Latinoamérica.
Con los laureles de la victoria ganados en Cuba, el "faro luminoso" que protagonizó el camino de la lucha armada fue el Che Guevara. En otro octubre, de 1965, Fidel Castro leyó "urbi et orbe" la carta del Che, quien se despedía de Cuba porque decía "otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos". No era un hombre modesto el que decía que otras tierras del mundo pedían su ayuda, pero no fue ésa la frase que más me impactó entonces, sino la que proclamaba que "en una revolución se triunfa o se muere, si es verdadera". Era un severo mandato moral cargado de interrogantes. ¿Los revolucionarios cubanos Fidel Castro entre ellos que sobrevivieron al alzamiento del cuartel Moncada debieron morir? ¿O, por el contrario, se permitieron sobrevivir porque aquella frustrada revolución no había sido "verdadera"?
Así dispuesto a vencer o morir, el Che se instaló con un centenar de combatientes en el Congo, país que desde el golpe de Estado de 1965 que derrocó y asesinó al presidente Patrice Lumumba gobernaría el dictador Mobutu Sese Seko.
Privado del apoyo que el gobierno de Tanzania había prometido, el Che reconoció el fracaso del intento y decidió la retirada, a la que consideró "vergonzosa". Quedaron seis cubanos muertos.
Laurent Kabila, su aliado de entonces, llegó a la presidencia del país en 1997. Asesinado en el 2001 por uno de sus custodios, dejó una marca de violación de los derechos humanos de la población congoleña aplicada en forma regular y sistemática.
Después de varios meses escondido en Praga, Guevara volvió a Cuba y decidió abrir otro "foco" en Bolivia. El primer campamento fue instalado cerca del río Ñancahuazú, en el sudeste boliviano. Desde allí envió un mensaje a la reunión Tricontinental que se hacía en La Habana en abril de 1967. Instó a los asistentes a "crear dos, tres, muchos Vietnam".
Pero la lucha de todo un pueblo como el vietnamita por su independencia contra China primero, luego contra Francia y finalmente contra los Estados Unidos, no podía copiarse por la sola voluntad de un hombre. Ni siquiera la de Cuba, donde líderes como José Martí, Carlos Manuel de Céspedes, Máximo Gómez y Antonio Maceo contaron con respaldo popular para alzarse en armas contra el dominio español (como lo tuvo Fidel Castro para enfrentar con las armas a la dictadura de Fulgencio Batista).
El "foco" guevarista no iluminó la conciencia revolucionaria de los bolivianos. Hubo algunos triunfos de la guerrilla, pero tras ellos el ejército de Bolivia, asesorado por especialistas de los Estados Unidos, inició una persecución que culminó con la captura y asesinato del Che. Así desaparecía el Vietnam boliviano y quedaba una vez más demostrado que una revolución no dependía solamente de la decisión de unos cuantos valientes.
JORGE GADANO
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