Tiene razón el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, transformado coyunturalmente en un monetarista cabal, cuando distingue entre el aumento del costo de vida por un lado y la inflación propiamente dicha por el otro, señalando que ésta se manifiesta a través de "un alza generalizada de precios", pero mal que le pese esto no quiere decir que sea cierto que "en la Argentina no existe la inflación". Aquí, los únicos precios que no suben son los rigurosamente controlados por el gobierno y pocos dudan de que una vez celebradas las elecciones será necesario permitirles sincerarse. Tampoco ayudó mucho Fernández al atribuir la preocupación que siente la gente y el presidente del Banco Central, Martín Redrado a "una formidable acción" por parte de los medios de comunicación, puesto que los consumidores suelen prestar más atención a lo que tienen que pagar en los almacenes y supermercados que a los informes brindados por la prensa o la televisión. En vista de que todos los meses los mismos bienes les cuestan más, entienden que una vez más la inflación está erosionando su poder de compra. Aunque los esfuerzos de una proporción creciente de la población por defenderse gastando su dinero lo antes posible está alimentando el boom de consumo, también sirve para potenciar el fenómeno, lo que obligará al próximo gobierno a tomar medidas firmes para impedir que la inflación resulte irrefrenable.
A esta altura, son contraproducentes los esfuerzos de voceros oficiales como Fernández por minimizar la importancia de la inflación, tratándola como si fuera un invento de la oposición o de medios sensacionalistas. Lejos de convencer a la ciudadanía de que en verdad no hay motivos para preocuparse, sólo sirven para que llegue a la conclusión de que hasta fines de octubre o, tal vez, mediados de noviembre el gobierno seguirá negando que la inflación plantee amenaza alguna. Si bien no parece que tal actitud le costará demasiados votos, no puede sino perjudicar a Cristina de Kirchner que, aun cuando triunfe con comodidad en las elecciones presidenciales, heredará una situación signada por la falta de confianza en la capacidad de su gobierno para hacer frente a la reaparición de lo que durante décadas fue el problema económico principal del país, uno que contribuyó de manera decisiva a su depauperación.
Aunque es normal que luego de estar cierto tiempo en el poder el gobierno de turno procure embellecer el panorama económico mientras que sus adversarios intenten hacer creer que es catastrófico, a nadie le conviene exagerar. Por desgracia, el gobierno del presidente Néstor Kirchner se ha comprometido con tanto fervor con la tesis de que la mejor manera de combatir la inflación consiste en no verla, razón por la que manipula las estadísticas que difunde el INDEC, que no puede hacer cuanto resulte necesario para impedir que siga cobrando fuerza. Su escaso interés en actuar puede entenderse, ya que se resiste a tomar cualquier medida que pudiera ser calificada de un "ajuste", que es una palabra mala en el léxico de todos los políticos populistas, pero ocurre que si no hace nada continuará acelerándose.
Si bien cuando de la inflación se trata los candidatos opositores han procurado aprovechar la escasa credibilidad del gobierno, ellos también son reacios a decir lo que harían para enfrentarla. Aunque el vocero económico de Elisa Carrió, el ex jefe del Banco Central Alfonso Prat Gay, afirmó que a su juicio sería mejor crecer al 6% sin inflación que a un ritmo mayor con una tasa similar a la actual, que según fuentes no oficiales estará entre el 15 y el 20% anual, Roberto Lavagna jura creer que no funcionaría "enfriar" la economía", una modalidad en su opinión derechista, un punto de vista que sorprendería a los gobiernos socialistas de países avanzados que están dispuestos a hacerlo toda vez que haya señales de que la inflación podría potenciarse. Según Lavagna, se puede derrotarla con más producción. Se trata de un método que sería indoloro y por lo tanto es electoralmente atractivo pero, puesto que se requeriría mucho más que una orden presidencial para ocasionar el estallido de productividad necesario para que la oferta exceda la demanda, se parece más a una expresión de deseos que a una propuesta seria.