El principal problema de la Argentina de hoy es la incompetencia de su gobierno. Cuando me refiero al gobierno, incluyo el de la Nación y el de la mayoría de las provincias. Admito que soy restrictivo en el conteo, para evitar la generalización que implicaría consignar que la totalidad de las administraciones provinciales son ineptas, lo que parece injusto y arriesgado.
Sin embargo, la educación, la salud, la vivienda social, la seguridad, los transportes, la energía, por ejemplo, no son asuntos que hayan mejorado, si los comparamos con la situación más crítica del año 2000, entonces con un gobierno notoriamente incapaz. No parece que hubiera síntomas de alivio respecto de estos problemas serios y concretos de los argentinos.
Por otra parte, los aspectos económicos sobre los cuales la propaganda oficial pone énfasis en el autoelogio dependen en gran medida de factores externos. Y el gobierno no aprovechó, hasta ahora, con habilidad y perspectiva de más ancho y largo alcance, los beneficios de esta circunstancia. Estos deberían orientarse a cubrir las cada vez mayores demandas de justicia social registradas en la realidad argentina. Por el contrario, su falta de destreza comienza ya a percibirse en cualquier examen cuidadoso de su gestión. Al final del mandato presidencial están a la vista una amenazante inflación, la reaparición del endeudamiento externo y los alarmantes déficit provinciales, en medio de un renacimiento de las pujas distributivas con los habituales retrasos de los salarios reales.
Dejemos a un lado, al menos provisoriamente, las cuestiones de la degradación institucional que afecta a los tres poderes del Estado y la recurrente y obstinada corrupción: ésos son temas de mayor calibre, que exigen otro espacio y un análisis más complejo.
Más allá de muchos problemas estructurales, que provienen de una desafortunada seguidilla de gobiernos ineptos, la calificación negativa que merecen los resultados de la gestión gubernamental en la vida cotidiana de la mayoría de los habitantes del país se debe, en buena medida, a gruesos errores de gestión y a dificultades derivadas de la incompetencia de sus funcionarios.
Convengamos en que no se trata de la orientación ideológica del gobierno, porque éste no tiene ninguna. La justificación y excusa habituales de esta omisión se fundamentan en el hecho de las restricciones que nos plantea el mundo globalizado y la clara subordinación argentina a los contextos internacionales. La globalización capitalista y la dependencia argentina, que no posee un papel protagónico o al menos partícipe en el nuevo mercado multinacional, ejercen restricciones que permiten sólo un muy limitado campo de poder de decisión en las naciones secundarias. Y dejan poco espacio para la imaginación política creadora y autónoma.
Uno podría decir al respecto que la carencia de una orientación hacia el futuro, la falta de un proyecto y de un programa son problemas menores ante la emergencia grave que ha vivido el país. Y que, en definitiva, lo que caracteriza al gobierno es su pragmatismo, lo que le permite desplazarse cómodamente en el ancho campo baldío de las ideologías abandonadas. Pero aun el pragmatismo, que se asienta en la circunstancia cambiante y en el eficiente oportunismo, siempre ha de tener un objetivo: la utilidad de la acción gubernamental, por cambiante y imprevista que ésta sea, ha de servir para algo. Lo pragmático puede dejar implícitos sus fines, pero éstos son necesariamente irrenunciables porque suelen estar en la Constitución y en el espíritu de las leyes republicanas. Por ejemplo, puede habilitar criterios distributivos, mayor justicia en los efectos del crecimiento económico y un desarrollo armonioso e integral, procurando políticas que favorezcan a uno u otro de los sectores sociales y económicos.
Pues bien: éste no es el caso del gobierno incompetente. El objetivo que ostenta es la conservación y, en la medida de lo posible, el acrecentamiento de su poder. Un poder que, en muchos casos, ha de interpretarse en su acepción más burda: la del provecho del ejercicio en los cargos estatales, con sus posibilidades de acumulación económica personal. Eventualmente, desde un punto de vista psicológico, es lo que Hipólito Yrigoyen, cuya austeridad personal era casi monástica, llamaba "el goce sensual del poder". Es un disfrute del privilegio de sentirse obedecido, halagado y consentido, de disponer de muchos servidores obsecuentes y colaboradores acríticos, viajar con honores y otros placeres relativamente más prosaicos.
Sin embargo, nadie reconocerá como propias estas tendencias egoístas. Por el contrario, tratará de exhibir aptitudes y destrezas políticas, conocimientos y experiencias y una idoneidad que sea superior al común de sus competidores en el arduo camino del acceso al gobierno.
Los psicólogos sociales Justin Kruger y David Dunning, de la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, han descubierto hace unos años lo que ha dado en llamarse "el efecto Dunning-Kruger": "Las personas con escaso conocimiento tienden sistemáticamente a pensar que saben mucho más de lo que saben y a considerarse más inteligentes que otras personas. No sólo llegan a conclusiones erróneas y toman decisiones desafortunadas sino que su incompetencia les impide darse cuenta de ello".
Esto se llama, en términos más crudos, "necedad". Y lo peor de esta incompetencia es lo que ya nos alertaba Antonio Machado: "El malvado descansa algunas veces, el necio jamás".
Es posible que la ignorancia engendre más confianza que el conocimiento. Deberíamos admitir que la democracia electoral, que mide estadísticamente las preferencias de la ciudadanía respecto a los candidatos en esta carrera por sumar votos, no nos exime de la ignorancia. Tampoco garantiza la idoneidad del triunfador para el ejercicio de la administración pública. Más bien, en los hechos, ocurre lo contrario. Por lo cual se concluiría que el sistema vigente ofrece una grieta peligrosa: el éxito electoral nada tiene que ver con la competencia de los gobernantes electos. Y paradójicamente que la acción del gobierno, cualesquiera sea éste, no influirá mucho en la vida cotidiana de los argentinos.
Esta decepcionante percepción colectiva puede ser el origen del escepticismo ciudadano. Pues, en el más grave de los casos, la necedad de unos se contagia con el cinismo de otros, en un juego recíproco entre gobernantes y gobernados. La otra consecuencia de estas situaciones lamentables es una cierta rebeldía individual ante el desamparo. Este conlleva la idea de la impotencia de las acciones colectivas en los intentos de participación política.
Schiller, filósofo y poeta de las libertades absolutas, a fines del siglo XVIII dio una expresión romántica a ese desencantado estado de ánimo: "Como no puede uno tener muchas esperanzas de construir y sembrar, ya es algo poder siquiera inundar y derribar". La Argentina ha vivido semejante estado de ánimo y sería un gran progreso que los electores impidieran que los incompetentes pero taimados gobernantes alentaran la imitación de esa historia.
OSVALDO ALVAREZ GUERRERO (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Ex gobernador de Río Negro, ex diputado nacional por la UCR.