Cuando Felipe Scolari lanzó su mano izquierda sobre el incrédulo rostro de un jugador serbio, guardó para siempre una foto en el álbum del antideporte.
En este tristemente célebre libro de imágenes supieron ingresar recientemente Jorge Benítez al arrojar un escupitajo sobre un futbolista mexicano o Carlos Ramacciotti al amenazar a los gritos a un deportista adversario.
Probablemente el entrenador brasileño corra mejor suerte que los técnicos criollos, quienes a partir de tales hechos fueron condenados al ostracismo.
Es que este tipo de desbordes en el profesionalismo no se juzga por el hecho en sí sino por la contaminada vara del éxito.
Si el victimario importa al negocio el hecho se minimiza y, si no es así, el pecador habrá de pagarlo con cadenas y en la plaza pública.
Despojado de tales criterios mercantilistas, convendría detenernos en por qué este tipo de conductas generan un lógico rechazo.
En primer lugar, el entrenador es quien tiene a su cargo un grupo humano que practica una disciplina deportiva. Mal puede entonces exigir a sus dirigidos un comportamiento, cuando es él mismo quien no lo respeta. El viejo principio de predicar con el ejemplo adquiere en este caso ribetes indiscutibles.
En segundo término no puede procurarse hacer justicia por mano propia, cuando existen personas facultadas para hacer cumplir el reglamento y preservar el orden.
A todo ello habría que agregar que los entrenadores son personas públicas y su proceder es observado por miles de seguidores, por lo que ese grado de exposición no puede ser soslayado, menos aún por el propio protagonista.
En las antípodas de los casos referidos y confirmando el poder que da la mediatización, Marcelo Bielsa hoy es curiosamente erigido como una suerte de mesías del fútbol trasandino.
Fuera del contexto de estos antecedentes del deporte-espectáculo, bueno resulta detenernos en la figura del entrenador anónimo que se dedica al deporte formativo.
En tal orden, también, el entrenador para ser creíble debe ser coherente. Es decir: mantener un equilibrio entre el discurso y la acción.
Entender que el ganar no es un objetivo a alcanzar a como de lugar. El triunfo no sólo pasa por el resultado, mas si este último se obtiene debe ser consecuencia de un trabajo colectivo previo. No se puede entonces personalizar una conquista, cuando existen esfuerzos conjuntos para alcanzarla.
Como decía León Najnudel al responder acerca del buen entrenador de básquetbol: "Entre otras cosas, debe saber algo de básquet". Ello implica tener una cosmovisión integral de la vida que exceda el marco del balón o el campo de juego.
Con respecto a los aspectos legales que atañen a la responsabilidad civil del entrenador, en todos los ámbitos, al mismo le resulta aplicable la figura del art. 902 del Código Civil, por el cual "cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos". Ello es lo que diferencia a un profesional de un lego.
Le cabe también la obligación genérica de no dañar, por la cual "el que ejecuta un hecho que por su culpa o negligencia ocasiona un daño a otro está obligado a la reparación del perjuicio" (art. 1.109 C.C.).
Respecto a las asociaciones deportivas o clubes que contratan los servicios de un entrenador, deben tener presente que pueden llegar a responder objetivamente por los hechos dañosos que generen sus dependientes conforme lo dispuesto por el art. 1.113 C.C. 1ª parte.
Finalmente y para concluir, si el entrenador formativo tiene claro que primero está educar y después todos los demás objetivos, seguiremos llenando el álbum con fotos tan hermosas como el deporte mismo.
MARCELO ANTONIO ANGRIMAN (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado, profesor nacional de Educación Física, autor de "Legislación, actividad física y el deporte","Responsabilidad y prevención en actividades físicas y deportivas" y "Preguntas y respuestas".