Si los parlamentos existen para algo, esto consiste en controlar los gastos del gobierno, lo que supone que los legisladores deberían examinar de forma minuciosa el proyecto de presupuesto anual para entonces aprobarlo, enmendarlo o rechazarlo, pero parecería que en la Argentina actual nadie tiene tiempo para trámites tan anticuados. Por lo tanto, el ministro de Economía, Miguel Peirano, pudo darse el lujo de presentar al Congreso, como exige la Constitución, el presupuesto del año que viene sin permitir que los legisladores le formularan preguntas, una manifestación de desprecio por las reglas democráticas que, como era de prever, provocó una reacción indignada por parte de la oposición pero que los oficialistas tomaron por natural. Por desgracia, demasiados legisladores, sobre todo los vinculados con el gobierno, están más que dispuestos a tolerar la prepotencia oficial porque se han acostumbrado a que el Congreso sea a lo sumo una especie de club donde los amigos pueden reunirse para charlar e intercambiar favores, no la institución fundamental que en buena lógica debería ser. Aunque ya pertenece al pasado la emergencia social y económica que sirvió de pretexto para que los parlamentarios entregaran mansamente al Poder Ejecutivo sus responsabilidades, de ahí aquellos "superpoderes" escandalosos de los que hace uso y abuso con tanta frecuencia el presidente Néstor Kirchner, parecería que a la mayoría de los diputados y senadores nacionales no le interesa en absoluto recuperarlos. ¿Por qué preocuparse por un asunto tan insignificante si siguen percibiendo ingresos que son envidiables y disfrutando de los fueros y otros privilegios que ayudan a hacer más llevadera la vida de un parlamentario? Asimismo, los oficialistas saben que el presidente encontraría el modo de castigarlos si sospechara que podrían asumir actitudes que calificaría de desleales.
Claro que tanto Peirano como los legisladores opositores entendieron muy bien que sería meramente casual la eventual relación de los montos incluidos en el presupuesto con lo que en efecto se gastará. En base a una tradición inaugurada por el en aquel entonces ministro de Economía Roberto Lavagna, es habitual que el gobierno elija cifras que sabe improbables cuando intenta prever cuánto crecerá el producto bruto con el propósito de conseguir un superávit adicional que pueda emplear como se le antoje, una práctica deshonesta que Peirano reivindicó rabiando contra "aquellos sectores neoliberales que nos llevaron a la crisis económica" como si la hipotética identidad de los quejosos tuviera algo que ver con la conducta engañosa del Poder Ejecutivo Nacional. Desde el 2004, los responsables de confeccionar el presupuesto pronostican una tasa de crecimiento del cuatro por ciento anual a sabiendas de que sería superior aunque sólo fuera por una cuestión de arrastre y es de suponer que esperan que también el año que viene sea grande la diferencia entre la expansión relativamente modesta proyectada y la real, aunque tal y como están las cosas podrían resultar decepcionados. En cambio, cuando se trata de la inflación prevista el gobierno suele equivocarse al subestimarla. En esta oportunidad la discrepancia será decididamente mayor que en los últimos años, ya que los funcionarios de Peirano aventuraron una cifra, el 7,7%, que es absurdamente reducida puesto que con escasas excepciones los economistas vaticinan una tres veces más elevada o aun superior.
Mientras la economía siga creciendo, gracias en buena medida a una bonanza internacional que empuja hacia arriba los precios de los commodities, la forma arbitraria y nada transparente con la que el gobierno viene manejándola preocupará sólo a los políticos opositores y a los perversos economistas ortodoxos que se niegan a trocar sus absurdas supersticiones extranjerizantes por la verdad kirchnerista, pero en cuanto los problemas comiencen a acumularse, la ciudadanía pagará un precio muy pero muy alto por haber permitido que los legisladores dejen todo en manos del presidente Kirchner y sus colaboradores. Hace poco más de cinco años el país fue devastado por una crisis imputable a la irresponsabilidad de sus dirigentes más poderosos y por desgracia no hay ninguna garantía de que aquella triste historia no se repita.