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  Domingo 23 de Septiembre de 2007
  Edicion impresa pag. 40 » Sociedad  
  Alejandra PIZARNIK  
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 “Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos…”, observó Felisberto Hernández. El que yo tengo de un único encuentro con Alejandra Pizarnik moviliza otros: el de Olga Orozco y Valerio Peluffo –hermano de mi padre y marido de Olga– y el de mi abuela paterna. También me trae a la memoria toda una época, a fines de los ’60, en que Londres, los Beatles, Rayuela y el boom latinoamericano eran protagonistas. Mientras en Buenos Aires, la universidad y el Instituto Di Tella declinaban bajo la dictadura de Onganía, en Europa se avecinaba el mayo francés.
Olga y Valerio, vivían en aquel entonces el comienzo de una relación que, como en los cuentos de hadas, desembocaría en matrimonio. Ella trabajaba como redactora en la revista “Claudia” y él era arquitecto, pero además un lúcido y apasionado lector.
Una noche Valerio me invitó a comer, anunciándome que iría Alejandra Pizarnik. En aquel entonces yo tenía una idea “romántica” del arte y los artistas y sentí una gran expectativa. Me sabía de memoria algunos poemas de Alejandra, como el que comienza: “Días en que una palabra lejana se apodera de mí. / Voy por esos días sonámbula y transparente...” y me la imaginaba como una etérea y alucinada adolescente.
Pero cuando su figura menuda apareció en el living de mi abuela me encontré, no con una adolescente, sino con una mujer joven (tenía 31 años entonces) de ojos castaños, vivaces pero tristes, que escondía detrás de unos grandes anteojos. Tenía el pelo muy corto y estaba vestida como si quisiera afearse deliberadamente, o como si no le interesara en absoluto su apariencia.
Me acuerdo que pensé con ingenuidad que un poco más de arreglo y otra ropa, la hubieran favorecido, sin reparar que justamente había mucho de desafío en esa indiferencia de Alejandra por su aspecto.
Respecto a esto, Ivonne Bordelois le comenta a Cristina Piña (que escribió una excelente biografía de Alejandra) lo siguiente:
“...recuerdo una fiesta que se ofreció en Editorial Sur al joven poeta Etvouchenko. Toda la intelligentsia porteña se apretujaba en torno a la estrella, quien, con lúcida celeridad supo reconocer, por encima de la jauría lisonjera que lo rodeaba, aquella única, pequeña y mal vestida sirena cuya única voz podía arrebatarlo...”.
Alejandra tenía voz grave, pero a mí lo que más me llamó la atención fue su manera de hablar. Hablaba pronunciando cuidadosamente las consonantes, marcando todas las eses y separando imprevistamente algunas sílabas, o demorándose en otras. El resultado era un habla de extranjera, como ella misma dice en una entrada de su diario, cuando escribe: “…esta voz ciñéndose a las consonantes. Este asegurarse de que nada quede sin pronunciar…”.
Sin embargo, esta manera de hablar que en cualquier otra persona parecería rebuscada, en ella sonaba como algo propio y natural. Aparentemente, el origen de esta dicción minuciosa, era una tendencia a la tartamudez.
Así como para el gran poeta chileno, Gonzalo Rojas, la dificultosa pronunciación de las palabras significó el descubrimiento de la poesía, en Alejandra, la tartamudez originaba esa “cautelosa” manera de hablar y un extrañamiento consciente que vuelca en su poesía como cuando dice: “extraña que fui / cuando vecina de lejanas luces / atesoraba palabras muy puras / para crear nuevos silencios” .
Aquella noche, Alejandra saludó con ternura a mi abuela, por quien sentía especial afecto, tal vez porque “mamita”, como la llamaban Valerio y mi padre, era una abuela como las de antes, de cabeza blanca, que a pesar de sus rosarios y misas diarias, confraternizaba amablemente con los invitados de mi tío, por más bohemios o exóticos que fueran.
De todas maneras –y como suele suceder cuando se reúnen escritores– durante esa comida no se habló de literatura y Alejandra no se mostró para nada alucinada o sedienta de absoluto, como yo esperaba, sino deslumbrante de inteligencia y ferozmente irónica. Me acuerdo que secundada por Olga, se deleitó en ridiculizar a algunos escritores y personajes del ambiente literario porteño y que eran muy divertidas sus irreverencias.
Otra cosa que me llamó la atención aquella noche, fue su obsesión por los juegos de palabras obscenos y hasta escatológicos (que años después reencontré en textos póstumos (“La pájara en el ojo ajeno”, “El textículo de la cuestión”, etc.) y me acuerdo que ella detenía el juego justo al borde de lo chocante, condicionada tal vez por la presencia de mi abuela y la mirada de Olga, que tenía con ella una actitud de madre ante las travesuras de su hija.
La conversación también se centró en recuerdos nostalgiosos de un París que las dos habían compartido y contaron anécdotas que incluían a Julio y Octavio, que eran nada menos que Julio Cortázar y Octavio Paz. Yo no podía creer estar oyendo hablar con esa familiaridad de semejantes íconos literarios y aunque Alejandra me preguntaba por mi trabajo en la revista “Panorama” y por algunos amigos de ella, que también trabajaban allí, me sentí tan intimidada que apenas abrí la boca.
Cinco años después, cuando me enteré de su muerte, y sobre todo de las circunstancias de su muerte(1), tomé conciencia de que conocerla me había decepcionado y fascinado al mismo tiempo. También que me había enseñado que la poesía no es algo que está donde uno pretende que esté. Está donde uno quiere y puede descubrirla.
Aquella noche de 1967 Alejandra ya había dejado de encarnar el personaje de la precoz niña poeta, ya no había inocencia en ella, sólo causticidad, juegos verbales y sarcasmos brillantes, como un deliberado anticlímax. Y fue la sinceridad misma. Porque para ese entonces es muy probable que ella ya se hubiera negado a creer en su propio personaje poético, como anticipa en el poema titulado “Reloj”:
“Dama pequeñísima / moradora en el corazón de un pájaro / sale al alba a pronunciar una sílaba: NO.” . Hasta ese “no” rotundo, Alejandra fue “la pequeña viajera”, “la pequeña olvidada”, “la pequeña muerta”, “la niña sonámbula en una cornisa de niebla”, o “la princesa en la torre más alta”, pero al ser alcanzada por la adultez se fue alejando de esa imagen de niña clarividente, para enfrentar a “la otra”, a “la extranjera” y descubrir: “…en cualquier momento la fisura en la pared y el súbito desbandarse de las niñas que fui…”.
 La otra protagonista de esa noche, Olga Orozco, transmitía en cambio la imagen de una suerte de pitonisa. Su voz profunda, oracular, el distanciamiento (usaba el “tú” , en lugar del “vos”) y el hecho de que durante bastante tiempo había tirado las cartas del tarot, coincidía con este personaje que anuncia con tono profético: “…Cuídate del amor que es quien se queda. / para hoy, para mañana, para después de mañana. / Cuídate porque brilla con un brillo de lágrimas y espadas... “ .
Tono profético que en sus últimos poemas, escritos después de la muerte de Valerio, se va humanizando: “...Encuéntrame, amor mío, en tu tiempo presente. / Mírame para hoy con tus ojos de miel, de chispas y de claro tabaco. / Sé que a veces de pronto me presencias desde todas partes...”.
Relacionado con el tema de la imagen o el personaje que se va construyendo alrededor de una persona, es interesante comprobar que tanto Olga como Alejandra cambiaron su nombre: Olga Gugliotta por Olga Orozco y Flora Pizarnik: por Alejandra Pizarnik. Dejando de lado la cacofonía resultante de “Olga Gugliotta”, los nombres paternos no coincidían con sus personajes latentes y por lo tanto no se sintieron representadas por ellos.
Olga, experta en seudónimos (como redactora en la revista “Claudia” llegó a tener ocho), adoptó como nombre literario el apellido de su madre, el resultado fue Olga Orozco: combinación sonora de perfecta redondez, digna de la poeta que fue. Esta elección fue inspirada probablemente por el nombre de su amigo y maestro: Oliverio Girondo, y evocadora del gran muralista mexicano, o karmáticamente, dados sus conocimientos astrológicos, por el casi homónimo “horóscopo”.
Por su parte el apellido Pizarnik es la transcripción errónea (cuando los padres de Alejandra hacen el trámite inmigratorio) del Pozharnik original, cuya raíz rusa “pozhar” significa “incendio”, algo que enseguida asociamos con la poesía pizarniana. Pero esto podría ser una coincidencia (aunque yo no creo en el azar), en cambio el remplazo deliberado de Flora por “Alejandra” (que lo duplica en sílabas), sugiere busca de afirmación y tal vez cierta atracción por la magnificencia implícita del nombre, reiterada en un poema: “alejandra alejandra / debajo estoy yo / alejandra” .
Y Alejandra no sólo se forjó un personaje poético que durante un tiempo le permitió aceptarse, también idealizó la imagen de su padre, el “hombre de ojos azules” que aparece en algunos poemas y que - según la biografía de Cristina Piña - le producía horror. De chica, Alejandra fantaseaba que su padre era violinista y probablemente “conde”.
Hoy, con la perspectiva que da el tiempo, creo que su inteligencia y su humor deslumbrantes, encubrían una vulnerabilidad intolerable, esa vulnerabilidad que la lleva a preguntarse en el poema:
“y que es lo que vas a decir / voy a decir solamente algo / y qué es lo que vas a hacer / voy a ocultarme en el lenguaje / y por qué / tengo miedo”.
Vulnerabilidad, impotencia, desesperación, de quien ya sabe que las palabras no bastan, como cuando dice:
“…no, las palabras no hacen el amor / hacen la ausencia / Si digo agua ¿beberé?Si digo pan ¿comeré?…”.
También Olga Orozco se preguntó: “…¿cómo nombrar con esta boca, como nombrar en este mundo con esta sola boca?…”13 y admitió: “…nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía. Hemos ganado. Hemos perdido...”.
Pero el balance de Alejandra es demoledor; poco antes de morir, en septiembre de 1972, escribió:
“La noche soy y hemos perdido / Así hablo yo, cobardes. / La noche ha caído y ya se ha pensado en todo”.

(1) La muerte de Alejandra a los treinta y seis años, a causa de un exceso de somníferos, fue una muerte anunciada. En 1970 hubo un primer intento de suicidio, al que siguieron otros y pasó temporadas internada en el pabellón neuropsiquiátrico del Hospital Pirovano.

Referencias:
Felisberto Hernández, “Por los tiempos de Clemente Colling” (Obras Completas), México, Siglo Veintiuno Editores, 1983.
Alejandra Pizarnik, “Arbol de Diana”, Buenos Aires, Botella al Mar, 1988; “Los trabajos y las noches”, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1965; “El infierno musical”, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 1971; “La última inocencia”, Buenos Aires, Botella al Mar, 1976; “El infierno musical”, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 1971; “Textos de sombra y últimos poemas” (Recopilación Olga Orozco y Ana Becciú), Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1982.
Cristina Piña, “Alejandra Pizarnik”, Buenos Aires, Planeta, 1991.
Ivonne Bordelois, “Correspondencia Pizarnik”, Buenos Aires, Seix Barral, 1998.
Olga Orozco, “Los juegos peligrosos”, Buenos Aires, Losada, 1972; “Con esta boca, en este mundo”, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1994.


(*) Luisa Peluffo nació en Buenos Aires y cursó estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Se radicó en San Carlos de Bariloche, en 1977. En 1988 obtuvo la beca Creación en Narrativa otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Su primera novela, Todo eso oyes, mereció en 1989 el Premio Emecé. Su segunda novela, “La doble vida” (Atlántida, 1993) el 1°Premio de Narrativa, Región Patagónica, de la Secretaría de Cultura de la Nación y el Premio “Ricardo Rojas” de la Municipalidad de Buenos Aires. Ha editado los libros de poemas: “Materia viva” (Schapire, 1976), “Materia de revelaciones” (Botella al Mar, 1983) y “La otra orilla” (Ultimo Reino, 1991) que recibió el 1º Premio del Fondo Nacional de las Artes, y en España, “Un color inexistente” (Torremozas, 2001) que obtuvo el XVIII Premio “Carmen Conde” de Poesía.
En 2005, su obra teatral “Si canta un gallo” mereció el 3º Premio del Instituto Nacional del Teatro.

 


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