El día anterior a los comicios en Santa Fe y Córdoba, un alto funcionario del gobierno nacional nos adelantaba, contando seguramente con la tradición de los números, los paquetones distribuidos, la nutrida propaganda y sobre todo las encuestas favorables que les alcanzaban las empresas contratadas, dos nuevas victorias electorales. Pero, como en 1931 para los conservadores en la Provincia de Barceló, "la encrucijada traidora del cuarto oscuro" (como dijo, indignado, uno de ellos) se les opuso. La derrota que sufrió en Santa Fe el monolitismo oficialista frente al conglomerado democrático del socialista Binner un médico que también por otros rasgos nos recuerda a Arturo Illia y nos da ilusión de que se esté yendo, además de otras cosas, el monopolio de los abogados en la profesión política no fue para ellos peor que lo ocurrido en Córdoba. Porque en "la Docta" el papelón resultó escandaloso y, acabe como acabe la historia de un "fraude postal" evocativo de las matufias de la Concordancia en los '30, aunque se les legitime un triunfo éste va a ser una "victoria pírrica" (como la de aquel Pirro sobre los romanos que le hizo decir: "Otro triunfo como éste y volveré al Epiro sin un solo hombre"). Al día en que escribimos la nota se desconoce el desenlace, sólo pensamos que de un modo u otro lo que ocurrió va a resultar trascendente.
Pero el tema que aquí nos interesa es puntualmente el de la hecatombe de las encuestas preelectorales. Los títulos periodísticos del lunes siguiente a la elección fueron de un tenor crítico casi unánime: "Los encuestadores buscaron excusas". "Admiten que su ciencia no es exacta y piden prudencia". "Parece que se falsearon datos". "Números que alimentan la sospecha". Las encuestadoras, por su parte, ensayaron explicaciones: "Hubo cambios en el período de veda". "Volatilidad". "Polarización a última hora". "Transferencia de votos". "El método falla, ¿pero usted conoce uno mejor?", etcétera.
Puntos de vista
Las encuestas preelectorales tienen tanto partidarios como críticos. Entre los primeros están, naturalmente, las empresas que se especializan en ellas y los grupos que tienen capacidad como para timonearlas. Los críticos señalan los peligros de manipulación y de interferencia con el proceso democrático y los riesgos del efecto de arrastre el hecho de que la gente quiere estar en el bando ganador y cambia de candidato cuando las encuestas le muestran rezagado al suyo y del desestímulo a mejores postulantes registrados por ellas como poco populares. O les achacan que sustituyen impulsos cívicos sanos por entusiasmos del tipo de competición deportiva, que enturbian la posibilidad de ver lo sustancial detrás de lo exitoso.
Veamos argumentos de sustento de las encuestas provenientes del sector que se beneficia económicamente con ellas. Un empresario reclama como mérito de las encuestas el hecho de que ayudan a modificar las modalidades de hacer política: reflejan "la búsqueda de canales participativos por los ciudadanos" y ayudan a descolocar "las prácticas que se apoyaban en la ignorancia de la gente". Afirma que "con las actuales tecnologías de comunicación todo el mundo puede enterarse de todo permanentemente"; los candidatos no tienen ya "el monopolio de la información que detentaban". Las considera un recurso valioso de la democracia, pero lo preocupa el ruido que hacen con ellas los diarios, "el clima que la prensa contribuye a fomentar". Cree que hay que anticipar los riesgos de "la hiperexaltación de las encuestas". Es muy claro que denota preocupación por una posibilidad futura de regulación o control social de los encuestadores y que no tiene en cuenta que son precisamente los diarios los que democratizan las encuestas, les aligeran la esencia tecnocrática que poseen.
Una preocupación parecida revela otro empresario encuestador. Reconoce contra "el prejuicio neutralista de muchos sociólogos" que "las encuestas influyen, y de un modo cada vez más claro y terminante, en el comportamiento del electorado". Pero suaviza la afirmación refiriendo, para el caso de comicios próximos, que "el resultado surgirá de un complejo entrecruzamiento de voluntades opuestas, inspiradas por interpretaciones y conclusiones diversas ante un mismo pronóstico". La "mano invisible", en fin, también en esto. Le preocupa la reacción "afortunadamente limitada a los medios académicos" que se está registrando en Estados Unidos. Anota que en nuestro país el temor a las encuestas también está generando algunas inquietudes legislativas. Explica todas estas reacciones como "una extendida red de prejuicios... ante las nuevas modalidades de la vida política".
Finalmente, ¿qué piensan los políticos? Los profesionales de nuestra vapuleada democracia se desviven por las encuestas. Y los que ocupan el poder ocasionalmente y, ¡Dios sea loado!, en todas las estructuras, hasta las municipales no muestran rubor alguno por la inmoralidad que significa pagar millones del erario público por encuestas para su uso personal y el de su círculo áulico o partido. Entre nosotros nadie se atreve a cuestionar ese saqueo que se ha hecho hábito. En cuanto al valor de las encuestas, no es raro escuchar a algún personaje comentándolas como si fueran expresión de la ciencia y del método científico. Y, aunque los políticos están entre los seres humanos más desconfiados con respecto a sus semejantes, la mayoría de ellos les cree a pie juntillas a los sondeos de opinión. Los propios empresarios de trabajos de este tipo reconocen que la "encuestología" acaba por tiranizar a la "clase política".
Volviendo a lo ocurrido el último domingo en esas elecciones provinciales, quizá sea importante, dentro del espectro de las críticas que suscitaron las pifias de los pitonisos, que algunos candidatos presidenciales opositores emitieran opiniones drásticas que quieren ir al fondo del problema: "En estos tiempos los sondeos no son un método para auscultar la opinión pública sino para manipularla", declaró por ejemplo Roberto Lavagna, algo que se reflejó ya en experiencias electorales de los últimos tiempos y en varias provincias (Misiones y Tierra del Fuego, por ejemplo) que mostraron resultados muy alejados de los eufóricos anticipos divulgados por la mayoría de los encuestadores, particularmente de los generosamente contratados por los gobiernos.
HECTOR CIAPUSCIO (*)
(*) Doctor en Filosofía
Especial para "Río Negro"