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A muchos dirigentes europeos actuales les gusta tanto felicitarse por su propia voluntad de convivir tranquilamente con sus vecinos que raramente dejan escapar una oportunidad para sermonear a los demás, en especial a los norteamericanos, por su agresividad. A diferencia de nuestros antepasados belicosos, dicen, entendemos que la guerra nunca soluciona nada, tesis ésta que hubiera dejado perplejos a quienes lucharon contra los nazis pero que se repite sin cansancio como si fuera una verdad evidente. Pues bien: ¿a qué se debe la transformación en reductos pacifistas de sociedades que hace apenas tres generaciones estaban dispuestas a inmolarse en guerras atroces en que morirían millones de personas de todas las edades y condiciones? La explicación habitual es que, después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la aparición de la bomba nuclear, los europeos por fin se dieron cuenta de lo estúpido que hubiera sido continuar como antes, pasando por alto el hecho de que aunque la Primera Guerra Mundial también había sido cruenta las matanzas perpetradas no habían bastado para impedir que pronto la siguiera una nueva todavía más destructiva, mientras que por su parte algunos militaristas impenitentes atribuyen el cambio a la influencia en su opinión deletérea de la prosperidad, un planteo que tampoco convence porque en siglos anteriores quienes buscaban la gloria en el campo de batalla no eran los más pobres sino los aristócratas ricos que no tenían por qué preocuparse por la falta de bienes materiales. Una explicación más convincente es que Europa, Japón y en menor medida, Estados Unidos, se han hecho pacifistas por razones que tienen que ver con la demografía y que están en la raíz de la evolución cultural o ética que ha dado pie al repudio generalizado de la guerra a menos que esté en juego la supervivencia propia. Hasta hace relativamente poco, las familias numerosas eran normales en todas partes, de suerte que había un superávit de varones jóvenes que, como ha sido el caso desde que el mundo es mundo, estaban más que dispuestos a arriesgarse en guerras u otras empresas peligrosas: su conducta fue lamentable, pero convendría reconocer que, de no haber sido por ellos, ni la Argentina ni ningún otro país americano existirían. Conforme al sociólogo alemán Gunnar Heinsohn, un estudioso de la Universidad de Bremen, el 80% de la historia del mundo, o sea, de los cambios abruptos que se han producido en los cinco mil últimos años, es consecuencia de las actividades de varones jóvenes superfluos, los segundones, que provocan problemas. Puede ser cuestión de más crimen, de intentos de tomar el poder, revoluciones, disturbios masivos, guerras civiles o la invasión de otro país en busca de espacio vital. Pero hoy en día las familias europeas raramente tienen más de un hijo. En Italia, España y Alemania, la tasa de natalidad es de apenas l,3 por mujer, por debajo de los 2,1 que son necesarios para que la población se mantenga estable. No sorprende, pues, que hoy en día aquellos tres países estén entre los más pacifistas: son pocos los padres que estarían dispuestos a sacrificar a un hijo único por la patria, por una causa política o por la fe verdadera. En el resto de Europa y en Estados Unidos, los viejos instintos guerreros no han desaparecido por completo, pero aun así la muerte de diez soldados jóvenes, digamos, en un campo de batalla lejano provoca tanta consternación como la de miles o decenas de miles en épocas menos sensibles y puede ocasionar una reacción pública tan fuerte que el gobierno responsable se sienta obligado a ordenar la retirada de las tropas, lo que hubiera sido inconcebible medio siglo atrás. El pacifismo sería espléndido si todos los pueblos del mundo repudiaran la guerra simultáneamente, pero por desgracia abundan los lugares en los que las familias numerosas son normales y por lo tanto no se han visto afectadas por el síndrome del hijo único que andando el tiempo incide en casi todos los aspectos de la vida en sociedad. Conforme a Heinsohn, si el treinta por ciento o más de los habitantes masculinos de una nación tienen entre 15 y 29 años, el resultado es caos, violencia y convulsiones. Pues bien, entre las naciones así constituidas se encuentran Irak, Afganistán y Somalia, además de la Franja de Gaza, donde es frecuente que una pareja tenga nueve o diez hijos, de suerte que se ven frente a un desafío que acaso sea insuperable en las potencias occidentales, entre ellas Israel, que se sienten constreñidas a intervenir en sus conflictos ya por protegerse, ya por creer que la democratización, además de ahorrarles un sinfín de problemas en el futuro, beneficiaría a los habitantes de zonas conflictivas. Sus propias fuerzas armadas están conformadas en buena medida por hijos únicos y la solicitud hacia ellos de sus familiares se extiende a todos sus camaradas, de forma que les es fundamental reducir al mínimo la cantidad de bajas en sus propias filas. En cambio, sus enemigos, trátese de insurgentes nacionalistas, milicianos sectarios, fanáticos religiosos o jóvenes resueltos a dejar pruebas de su virilidad en la manera tradicional, no se preocupan tanto por sus pérdidas, ya que suponen que nunca les faltarán nuevos reclutas procedentes de familias cuyas actitudes se asemejan a las de los europeos cuando ellos experimentaban el estallido demográfico que iba a cambiar radicalmente el mapa del planeta. Osama ben Laden y quienes comparten sus ideas se mofan de los norteamericanos y europeos diciéndoles que los guerreros de Mahoma triunfarán porque aman la muerte mientras que sus enemigos están enamorados de la vida. Aunque los islamistas imputan dicha diferencia a la fe religiosa, se deberá a que se cuentan por millones los jóvenes que, como sus coetáneos a través de los siglos, quieren destacarse de algún modo, por preferencia uno que sea violento. Los hijos únicos saben que son las joyas de sus familias respectivas y en consecuencia no se sienten tan obligados a asombrar al mundo, en especial a los varones que los conocen, con sus hazañas bélicas o su voluntad de sacrificarse en aras de una causa por valiosa que sea, pero quienes tienen varios hermanos varones no gozan del mismo privilegio. Por instinto, se sienten constreñidos a pelear por un lugar a su entender mejor en el mundo. Así las cosas, no extrañaría en absoluto que los norteamericanos, europeos, australianos y asiáticos orientales que están procurando pacificar Irak y Afganistán terminaran lavándose las manos de lugares tan inmanejables aunque sepan que las consecuencias de su repliegue serán tan terribles como fue la Segunda Guerra Mundial en Europa y el Pacífico. Puesto que ellos mismos odian la idea misma de la guerra, los dirigentes políticos occidentales, acompañados por buena parte de las elites mediáticas, académicas e intelectuales, quieren creer que en el fondo todos los demás miembros del género humano comparten sus sentimientos bondadosos. Haciendo caso omiso de la historia cruenta de nuestra especie, se han persuadido de que los conflictos siempre se deben a factores concretos, sobre todo a la extrema pobreza, razón por la que creen que la manera más eficaz de pacificar regiones turbulentas consiste en bombardearlas de ayuda económica, una modalidad que en la Franja de Gaza ha estimulado el estallido demográfico porque la "comunidad internacional" da a los padres el dinero necesario para alimentar a sus hijos, que nacen como refugiados, con el resultado de que en cada generación hay muchísimos más varones jóvenes vigorosos con cierta educación, pero desocupados y muy frustrados, que no vacilan en sumarse a una milicia nacionalista o islamista tal y como sus equivalentes de otras latitudes ingresan en pandillas juveniles renombradas por su brutalidad. Por lo tanto, en vez de contribuir a la pacificación, cuando no se exige nada a cambio la ayuda económica sólo sirve para hacer todavía más explosivas las sociedades beneficiadas y de este modo se aleja la posibilidad de que dejen de causar problemas al resto del género humano. JAMES NEILSON
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