Si no fuera la presidenta de Chile, sería de suponer que la socialista Michelle Bachelet apoyaría con pasión las protestas multitudinarias que están organizando los sindicalistas y agrupaciones izquierdistas contra la política económica "neoliberal" de su gobierno. Con toda seguridad concordaría en que es escandaloso que, a pesar del notable crecimiento de las últimas décadas, el reparto del ingreso siga encontrándose entre los más desiguales del planeta, con algunos pocos que son muy pero muy ricos y muchos que están en la pobreza, y que el salario mínimo de apenas 260 dólares por mes sea tan reducido. Sin embargo, puesto que es presidenta y no tiene ninguna intención de protagonizar una "epopeya" que culmine en una crisis catastrófica, entiende que si bien las críticas al "modelo" pueden justificarse, remediar las deficiencias denunciadas sin perjudicar a todos, pero especialmente a los más vulnerables, sería una tarea sumamente ardua, una que por cierto requeriría mucho más que un conjunto de decretos presidenciales.
Como sus equivalentes no sólo en otras partes de América Latina sino también en el resto del mundo, los sindicalistas, militantes izquierdistas y hasta conservadores chilenos que participan de las protestas contra la política económica son muy eficaces a la hora de señalar las lacras sociales. En cambio, no lo son en absoluto cuando se trata de encontrar soluciones prácticas. Aunque muchos dan a entender que todo se resolvería si el gobierno cumpliera el papel de Robin Hood, despojando a los ricos y distribuyendo el botín entre los pobres, la mayoría sabe muy bien que lo único que se lograría sería la depauperación generalizada, lo que acaso resultaría satisfactorio para los motivados sólo por el rencor pero que, lejos de servir para eliminar la miseria, garantizaría que persistiera por muchos años más. Para colmo, en el mundo globalizado actual, de preverse que un gobierno pueda emprender una política redistribucionista vigorosa, los más acomodados no titubearían en trasladar parte de su dinero a lugares más seguros en el exterior, privándolo así de los recursos necesarios para financiar sus generosos planes sociales.
He aquí un motivo por el cual en virtualmente todos los países propende a ampliarse la brecha que separa a los sectores más ricos de los pobres, lo que no importa tanto si éstos perciben lo suficiente como para vivir decorosamente pero que sí puede considerarse intolerable en América Latina, donde la pobreza no es meramente relativa. Otro motivo consiste en que hoy en día el valor económico de muchas actividades y oficios, incluyendo algunos que son exigentes, se ha disminuido a causa del progreso vertiginoso de la tecnología que, a su vez, privilegia a los mejor preparados. En los países desarrollados, los gobiernos tanto de derecha como de izquierda apuestan a que merced a la educación aumente la proporción de quienes puedan desempeñar funciones bien remuneradas, de este modo estimulando el crecimiento económico y beneficiando a aquellos que por las razones que fueran siguen rezagados, pero sucede que hay límites a los niveles educativos alcanzables por la mayoría y de todas formas es imposible prever la evolución futura del mercado laboral no sólo porque incidirán en él novedades técnicas aún apenas imaginadas sino también la posibilidad de exportar empleos a países en que abundan profesionales capacitados que están dispuestos a trabajar por salarios bajos. Así las cosas, gobernantes como Bachelet que se sienten indignados por el statu quo y quieren que su sociedad sea más igualitaria pero son lo bastante realistas como para comprender que sería contraproducente ceder ante los reclamos de quienes piden cambios drásticos, se encuentran en una situación nada envidiable. Si procuran apaciguar a quienes organizan protestas masivas correrán el riesgo de provocar una crisis económica peligrosa que sepulte las esperanzas de que un día su país consiga formar parte del Primer Mundo, pero si se niegan a tomar medidas que por lo menos parezcan destinadas a asegurar una mayor equidad social, las manifestaciones podrían seguir cobrando más fuerza hasta que el crecimiento que ha hecho de Chile el país más promisorio de América Latina se frene por completo.