En nuestro querido país a nadie se le ocurriría hablar mal del federalismo. De hecho, el texto constitucional de 1994 identifica a las provincias como "entidades que precedieron a la existencia misma de la Nación", y prevé para ellas "la facultad de obtener sus recursos y decidir libremente sus gastos". Sin embargo, la realidad ha hecho tabla rasa con ese principio tan básico: el actual sistema de coparticipación virtualmente suprime las facultades impositivas de los estados provinciales. Además, una y otra vez el gobierno nacional genera nuevos recursos para sus arcas a través de medidas "excepcionales" (que nacen como transitorias y luego se aplican en forma indefinida, agregando mayor distorsión al ya confuso sistema de jurisdicciones tributarias). Queda, así, a la vista que nuestra estructura fiscal nunca dejó de ser centralista (y esto se nota mucho más ahora, que existen fuertes recaudaciones).
Resulta paradójico, entonces, que los "Fundamentos" de nuestra Constitución citen en forma textual a Horacio García Belsunce (padre), quien ya en 1967 escribía: "Los poderes originarios de los estados provinciales y la supremacía del sistema federativo de gobierno hacen necesaria la defensa de las autonomías locales, y muy principalmente en materia impositiva; ya que disminuidos esos recursos, el empobrecimiento fiscal trae aparejada la decadencia de la soberanía política, se acentúa la sumisión al poder central por las mismas necesidades que provoca la dependencia, y la llama del federalismo que iluminó nuestra organización institucional se extingue inexorablemente". Como vemos, lejos de corregirse, el viejo problema se profundiza cada vez más, con "ayuda" de nuevos instrumentos legales que van apareciendo.
¿Puede revertirse esto? Sí, a través de un esquema legal cuyos criterios de reparto primario y secundario apunten al equilibrio entre lo devolutivo y lo redistributivo e incluyan, además, incentivos para que algunas regiones dejen de estar siempre rezagadas. Por ahora, sin embargo, se insiste en repartos muy cuestionables, que al ser el resultado de distintas negociaciones parciales no hacen más que aumentar la iniquidad del plexo tributario y generar comprensibles enojos.
Además, las dos últimas administraciones se caracterizaron por sus numerosas transferencias discrecionales (subsidios) y condicionadas (préstamos para obras, instrumentados a través de fondos fiduciarios). Es claro, al respecto, que con ello se procuró fortalecer la figura presidencial, aunque se debilitara la independencia de las provincias. En ese sentido, esta historia cuenta ya con numerosos capítulos. Así, por ejemplo, la Constitución de 1853 preveía para el Congreso la facultad de negociar la deuda pública, pero desde 1994 esto viene delegándose por ley en el Ejecutivo. Por otra parte, en el 2001 la muy fuerte crisis de gobernabilidad instaló en los argentinos el convencimiento de que se necesitaba reforzar la autoridad del presidente, pero esto nos trajo derivaciones inesperadas: la actual lógica del gobierno central y sus arrasadores métodos para retroalimentarla. Pero no es sólo eso: hoy la dialéctica "centro-periferia" se repite también en las provincias. Ya fuere para lograr gobernabilidad política y económica, o por la verdadera proeza que hoy significa alcanzar el liderazgo en partidos políticos muy divididos y necesitados de financiamiento, los gobernadores acumulan y acumulan poder, en detrimento de las intendencias. Es decir que, como un espejo de lo nacional, cada municipio va perdiendo autonomía frente al respectivo gobierno provincial, resignando incluso aquellas ventajas que la descentralización administrativa le brinda para aprovisionarse de bienes públicos.
A decir verdad, la Argentina sólo está reproduciendo un proceso que ya es global: en todas partes el Ejecutivo adquiere cada vez más poder, a costa de los otros estamentos. Dicho "ejecutivismo" tiene su basamento en supuestas complejidades que acarrea el mundo contemporáneo. De acuerdo con esta concepción, para garantizar la gobernabilidad, sustentar la política económica y superar emergencias temporales, determinadas funciones deben estar necesariamente concentradas en el administrador. Y según este "Manual del buen gobierno" que esgrimen con entusiasmo los ejecutivistas, un administrador no puede someterse a las interminables negociaciones que son propias de toda legislatura, ni mucho menos a los tiempos agobiantes de la Justicia (ante ello, Susan Sonntag les respondía: "Es en el economicismo y en sus modelos enlatados de políticas públicas donde podemos encontrar el éxtasis de esta filosofía").
Así, hoy hasta aquellos países que tienen territorios inmensos (y que, según sus leyes, son "federales") se ven aquejados por esta tendencia ejecutivista, que inexorablemente ensombrece a las restantes instancias. Es por eso que los federalistas de Estados Unidos arremeten a diario contra la "Ley de Seguridad Interior" (que confiere a Washington un poderío formidable) y contra las normas que otorgan a su presidente el súper-usado "fast-track" con que negocia los acuerdos comerciales. Y lo mismo pasa en Rusia, Brasil, China e India.
Estamos, en suma, ante una tendencia que se va arraigando sin cesar. Las pocas sociedades que han logrado evitar estas avanzadas del centralismo ejecutivista son aquellas cuyo poder legislativo y gobiernos regionales cuentan con suficiente legitimización y reconocimiento social. Sólo así se consigue frenar la embestida de quienes quieren unificar todas las decisiones. Sólo así se puede salvar la cohesión de las comunidades. Es que, en definitiva, consolidar la democracia no es sino consolidar las instituciones locales.
HUGO JOSE MONASTERIO (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Director del Centro de Estudios Regionales de Universidad FASTA