sin lugar a dudas, el tiempo que vivimos en nuestro país es un proceso complejo y paradójico. Así, por un lado, compartimos una época en la que la informática, la electrónica y otras revoluciones científicas y tecnológicas impregnan todos los intersticios de nuestra sociedad y, por otro, asistimos a la permanencia y a la reproducción de la pobreza, del desempleo y de las exclusiones. Es verdad que en estos últimos años se ha intentado revertir esta situación a través de la movilización y la opinión pública: las banderas del "no va más" han hecho tomar conciencia a amplios sectores de la ciudadanía de la dimensión del deterioro sufrido en este cuarto de siglo final. Las instituciones se han ido reconstruyendo lentamente, pero la educación, en sus diversos niveles, pareciera que no constituye para los gobiernos de turno una prioridad vital. Se aprecia una marcada divergencia entre política y educación, de la dificultad de la construcción de una cívica general, esa "preparación que nos permite convivir políticamente, tomando parte en la gestión paritaria de los asuntos públicos, y distinguir lo que es justo de lo que es injusto", como dice Fernando Savater.
Esta crisis crónica en la que está subsumida la sociedad argentina ya no constituye sólo una fase de transición paradigmática. Existe, además, una gran desconfianza y desconcierto entre los actores sociales y entre las instituciones en las que éstos actúan. La universidad pública y, por lo tanto, nuestra universidad no está al margen de estas secuelas. Este lugar fundante para el desarrollo de las ideas y para la formación humana aparece hoy ante la sociedad civil como una organización vacua, estéril y sin respuestas frente a las urgencias de la comunidad en la cual está entronizada. Pero esto no es sólo el producto de la crisis del paradigma de la modernidad, del modelo social impuesto, ni de la hegemonía de la racionalidad cognitivo-instrumental. Acá, también, cabe la responsabilidad de todos los actores que la conforman, más concentrados en hacer prevalecer sus consignas y sus dogmas que en la búsqueda de la solución integral a estos problemas.
Necesitamos una universidad revelada por nuevas orientaciones, destacada en nuevos temas que conduzcan a la construcción de nuevos significantes vinculados con el trabajo de investigación, enseñanza y extensión, de tal manera que se pueda revertir dicha hegemonía haciendo prevalecer la moral-práctica y la racionalidad estético-expresiva.
Porque la universidad no es neutra, debe trabajar en la perspectiva de la emancipación social y del pensamiento constructivo de manera que confronte con la estructura vigente hoy en nuestra sociedad. Al respecto, Boaventura De Sousa Santos ("De la idea de Universidad a la Universidad de Idea") señala que para ello debe trabajarse el desarrollo de la democracia participativa, los sistemas alternativos de producción, el multiculturalismo, la justicia y ciudadanía cultural y la biodiversidad. Así la acción educativa debe orientarse en dirección de estos contenidos, guiando su desarrollo y su estilo pedagógico en esta resignificación de realidad y asumiendo un compromiso con ella.
No podemos bajar los brazos ante la oscuridad y el desconcierto. No podemos darnos el lujo de ser pusilánimes frente a la premura que nos plantea nuestro entorno y la sociedad global: debemos ser protagonistas en esta nueva instancia donde la educación en y para la solidaridad persigue la implicación de todos los estamentos de nuestra universidad. Esto significa el compromiso de compartir la materialización de este anhelo en la acción. Un aspecto fundamental en la vida de las organizaciones institucionales como diría Enríquez es la coherencia entre discurso y práctica.
Nuestra casa de estudios tiene que constituirse en el marco de una universidad para la democratización permanente, en el ámbito desde el cual la comunidad académica, docentes, investigadores, estudiantes en conjunto con los movimientos sociales construyan el conocimiento hacia afuera, orientado principalmente a los problemas relevantes de nuestra región y del país a fin de incidir en las políticas públicas que aborden tales demandas e insatisfacciones. Pero, para ello, debemos acudir a nuestra creatividad, racionalidad y sentido ético para encontrar aquellas coincidencias más que las diferencias que permitan salir del embotamiento en el cual nos encontramos.
Una institución educativa con estas características es una organización para la vida y para la solidaridad. La democracia no es un ente definido de una vez y para siempre: debemos ajustarla, depurarla, perfeccionarla con la participación de todos. La universidad debe acompañar críticamente estas transformaciones, desarrollando capacidades para anticipar problemas futuros y consignar resistencias y aprendizajes que permitan el desarrollo de la permanente democratización social.
Es por eso que debemos esforzarnos en pensar e inventar un nuevo futuro para otro mundo posible: un espacio para la vida y la solidaridad en un anhelo colectivo de emancipación social.